Monday, January 08, 2007

Literofagia



Literofagia

Literofagia

Samuel Bedrich

Tengo frío. La puerta está cerrada y nadie ha venido a verme. Ni siquiera me han prestado un periódico… hace horas que quiero leer.

Desde que tengo uso de razón he tenido una predilección por las letras; mis hermanos se ríen de mí cuando recuerdan que de niño, me aferraba más a los cubos alfabéticos que a mis carritos; dicen que adolescente, prefería una enciclopedia a una mujer.

Pero no, no es que en mi infancia no me gustara jugar, sino que nunca fui capaz de despegar la vista de un texto. Y sin embargo, de ningún modo he sido un virtuoso de la escritura: jamás he podido redactar un ensayo coherente o un poema de amor que convenza. Es como si a través de mi pluma se expresaran todos los autores que he leído, mezclándose y luchando por ver cuál de ellos se impone en el papel.

Sé que es poco creíble, pero aunque pongo todos mis sentidos al componer, siempre hay algo que me hace una jugarreta. No hace mucho recibí la respuesta a una misiva que envié a la municipalidad: “comprendemos, Señor, su molestia por no tener textos más largos en los paneles de los paraderos viales, pero que ello no justifica su sarcasmo para autonombrarse El capellán de los reprimidos culturales”. No sé cómo escribí esa frase, seguro fue el fantasma de Garabombo.

Toda mi vida he querido ser puntual, pero los resultados son catastróficos: hago planes para arribar con un mínimo de anticipación, e invariablemente me retiene un texto, o dos, o tres. ¿Cuántas veces he olvidado bajar del ascensor por leer sobre el hombro de alguien que revisa un informe? Hace cinco días estuve a punto de ser golpeado por un niño que hojeaba sus tiras cómicas en el metro y que seguramente pensó que se las arrebataría. La madre me miraba como se ve a una bestia repugnante, y sólo cuando advertí que oprimía su bolso entre los brazos, me di cuenta de su pánico de verme saltar sobre el comic del pequeño, arrancárselo, y salir corriendo por las escaleras eléctricas del suburbano.

Recuerdo un día fatídico de 1986 en Rusia. Mis maletas no aparecían: las habían embarcado en otro vuelo, y la gente de Aeroflot no sabía cómo ayudarme. Lo más que pudieron hacer fue proporcionarme un espacio en una sala de espera, mientras mis artículos llegaban de Varsovia… pero eso no fue sino un hecho, el asunto es que soy un hombre que no puede ir al baño sin un texto bajo el brazo.

- ¿Un libro en inglés o en español? Imposible señor -me dijo la azafata, con un talante risueño. -Acá tenemos exclusivamente manuales en ruso, y aún de eso no estoy segura, puesto que con frecuencia los usamos para alimentar la calefacción… permítame un minuto, camarada.

-¿Es todo lo que tiene? –le pregunté cuando me extendió un anuario telefónico de Moscú. Por toda respuesta, recibí una sonrisa. Reconozco que las letras aportaron un mínimo de iluminación a mi aparato digestivo, pero esa fue la peor caca de mi vida.

Me juré que jamás se repetiría, y desde entonces viajé acompañado de tres libros miniatura. ¡En la vida cagaría de nuevo inspirándome en un contenido en lengua eslava, cuyos parágrafos me hacían pensar en un discurso de Stalin!

No, la vida no es posible con mi vicio: el que bebe tiene la facilidad de hacerlo mientras mira donde pisa; el que fuma lleva las manos libres. Los heroinómanos se inyectan y pueden quedarse echados o deambular por la ciudad, pero ¿qué puede hacer un alucinado de la grafía, a quien los textos hipnotizan?

Miles de veces he tropezado, en cientos de ocasiones he caído en huecos y me he lastimado; he chocado con gente con más frecuencia de la que se encuentran vendedores ambulantes en un bazar de Bagdad; dejé de conducir el día que, por leer las decenas de indicaciones de un panel vial, ocasioné un accidente en que casi muere una anciana.

Y qué decir de accidentes. Nunca se me olvidará cuando decidí preparar crepas flameadas. Ignorante de cómo hacerlas, conseguí un recetario de postres. Era tan interesante que sólo logré llegar al paso tres de la fórmula culinaria (agregar el Grand Marnier sobre la sartén a fuego medio) y continué leyendo. Olvidando la preparación, devoré el texto hasta que noté un olor acre y me di cuenta que el incendio había consumido la mitad de la habitación. Salir y esperar a los bomberos fue lo único que pudimos hacer. Tres meses sin cocina, perdimos casi la mitad de la casa y a partir de ese momento, me prohibieron acercarme a la parrilla.

El físico no me obedece más. He sucumbido en las garras de mi mente que sólo se alimenta de letras, párrafos y frases, he llegado al extremo: el domingo pasado, a la mitad de la misa, mi cuerpo fue víctima de un nuevo secuestro mental: me levantó y dirigió hasta el púlpito, desde donde el sacerdote oficiaba la misa. No sé en qué instante supuse que nadie me veía y comencé a leer detrás de él en voz alta, hasta que, exasperado, me exigió salir. Se armó un alboroto: todos los feligreses vociferaban contra mí, mientras el padre, con la Biblia protegida por sus brazos, intentaba huir de un “yo” que le exigía el texto divino para descifrar la palabra de Dios. Por fortuna, mi esposa logró llamarme al orden y sacarme de ahí a empellones. Dice que estoy poseído por el espíritu bibliófilo.

Atenea acaba de estar acá. Es la única que me comprende y me conoce, pero dice que esta vez he llegado al límite y hoy le he colmado la paciencia… No es mi culpa, sino del señorcito, el que apareció esta mañana mientras tomaba el desayuno en la terraza de mi café favorito: yo lo vi acercarse. Era pequeño, portaba un abrigo enorme, estaba casi calvo pero con cabellos desordenados en los costados y en la nuca. Usaba una barba tupida que, de no ser por el diminuto par de lentes con fondo de botella que portaba, me habría imposibilitado saber de qué lado estaba su rostro.

Su figura era extraña, pero no más que la de cualquier ser urbano. Lo hubiera borrado pronto de mi mente, si no hubiese visto lo que llevaba en las manos: un enorme libro, que sostenía con dificultad. Lo llevaba casi a la altura de la nariz, como si estuviera a punto de devorarlo. Embaído en su texto se fue acercando lentamente hacia el café, y cuando pude distinguirlo con detalle me helé: Chasses aux pirates malais, de Pierre Freddé. Hacía años que lo buscaba. En edición original, de 1900: cubierta empastada en rojo, con el filo de las páginas y las letras de la portada resaltadas en polvo de oro, separador de seda de la India… únicamente se habían impreso 300 ejemplares y se desconocía los que habían sobrevivido a las guerras ¿qué hacía un loco con esa joya a plena luz del día?

No lo pude evitar, el impulso era más fuerte que mi ser. Me levanté de la mesa de un envión y salté sobre él. Cuando alzó la vista, los ojos se le salían de las órbitas. Retrocedió y, en un instante, colocó la mano derecha en posición de defensa, mientras protegía el libro con la izquierda, ocultándolo tras su espalda.

En un instante me sentí Sandokán, Dick Turpin, el Llanero Solitario. Así una botella con la mano derecha y la rompí contra la mesa de metal. El cristal cortante brillaba mientras lo esgrimía a manera de espada. Recordé con precisión las estocadas, el arte de la defensa con espada y me transporté a los viejos tiempos de los caballeros: cuerpo recto y espigado, mano izquierda atrás de la cintura, botella-arma bien empuñada y siempre apuntando hacia el torso y el rostro de mi contrincante: corte de derecha, corte de izquierda, echando el cuerpo hacia el frente, retrocediendo con agilidad…

Mi oponente arrancó una charola de las manos de un mesero que justo servía dos tazas de café en la mesa de al lado, y usándola de escudo, comenzó a parar mis golpes.

-¡Maldito bastardo, A que no conoces el golpe de la cigüeña!- le dije mientras adelanté el brazo y al mismo tiempo me incliné con la cara al frente- ¡Toma!

-¡Ja ja! ¡Yo soy Rob Roy, el más diestro hombre de las highlands escocesas!- Me respondió mientras paraba mi golpe con su escudo improvisado- ¡Ahora verás lo que significa intentar robar al Conde de Montecristo, al heredero de D’Artagnan, al mejor cadete de Gascogne, su eminencia el señor de Bergerac…

-¡Nada podrás hacer contra el mejor espadachín! Soy Sir Ivanhoe, y no hay hombre capaz de vencerme en toda la corte, he encontrado a Excalibur en el bosque mientras luchaba contra el feroz dragón. ¡Exijo, en el nombre del rey Arturo que me entregues el libro sagrado, toma, y toma y toma!- Y presa de una emoción sin igual me abalancé con todo el cuerpo, con mi florete vítreo como quien toma una daga y está a punto de dar el golpe final al infiel, como el León de Damasco…

-¡Muerte a los sarracenos!- gritó al tiempo que levantaba el brazo para repeler mi envión. –¡Los hunos no pasarán en las tierras de su majestad Gengis Khan! ¡Nuestro arte castrense puede más que el de los invasores!- Y haciendo movimientos extremadamente rápidos golpeó y golpeó mi rostro con la pieza de plástico, hasta hacerme retroceder cuatro o cinco metros.
En un ataque de cólera emití un grito marcial que había aprendido del gran Horacio en la Iliada: -¡Por Zeus y Atenea que morirás, Agamenón! Y de un golpe seco le hice soltar el escudo que voló un par de metros y aterrizó con gran estruendo sobre una mesa en que reposaban tazas y platones. – ¡Nadie ha osado golpear al Zorro y pretendido salir vivo de esa afrenta! Con todas mis fuerzas proyecté el cuerpo hacia el suyo y comencé a golpear sin merced…

Una, dos, tres, cuatro veces… la sangre comenzó a brotar y sus gritos crecieron para desvanecerse casi de inmediato. No pasó mucho tiempo antes de que soltara el volumen. Todo fue tan repentino…

Dejé caer la botella y miré mi reflejo en el vidrio de la cafetería. No era yo: la camisa desgarrada, los cabellos revueltos, las axilas húmedas de sudor, la faz lívida… era todos mis personajes y alucinaciones, todos mis sueños y mis fantasmas; las gruesas manchas de sangre en el cuerpo me dejaron atónito. Por un momento, el tiempo se detuvo mientras miraba cómo, alrededor de mí, la gente me observaba, en una especie de estado de trance.

Poco a poco volví a la vida: tomé el libro con la mano izquierda, mientras cambiaba la botella ensangrentada por un tenedor. Me dispuse a correr y emprendí la huída. Demasiado tarde: un grupo de policías venía en mi persecución mientras yo, abrazando con todas mis fuerzas la obra, corrí y corrí desenfrenadamente, hasta que la fuerza de las piernas me abandonó… metros adelante, tres hombres vestidos de azul me tiraron, intentando someterme en el piso.

-¡No le peguen, no lo maltraten, es único! –les gritaba, mientras hecho un ovillo, cubría el libro con los brazos cruzados sobre el pecho. La cabeza no importaba: esa joya valía más que mil hombres



Cuando desperté, me encontraba en la penumbra de este lugar, con el cuerpo adormecido y la cara amoratada. Dicen que me golpeé al caer, dicen que son los rastros de la batalla, pero más me duele haber perdido mi libro: los huesos entumecidos, el frío y la oscuridad son pasajeros, pero, ¿y la historia de Fredé, la podré leer?

Les he pedido, implorado y rogado que me lo devuelvan, pues ahora es mío y lo necesito. Conozco las leyes: no me pueden negar el derecho al conocimiento; ya memoricé y estudié dos o tres veces los graffiti de las paredes; me extraviaré sin alimento para mis ojos. No, no quiero volverme loco, lo único que quiero es mi libro.

Si al menos pudieran prestarme unos cubos con las letras del alfabeto…

Lima, 2006

1 comment:

"Ella" said...

Sencillamente perfecto, hacía tiempo que no leía aun cuento tan bueno.