Tuesday, September 05, 2006

El regreso del elefante

El regreso del elefante
Samuel Bedrich

Algunos humanos somos completamente aerobios: requerimos del aire y la fuerza del viento para encontrar un destino. Hace unos años, en 1986, me vi cruzando la frontera turca sin comprender porqué lo hacía.

Aún hoy ignoro porqué pasé ahí tres años, haciendo todo tipo de labores. La razón lógica es que lo necesitaba para sobrevivir, pero no podría explicar qué me orillaba a permanecer en esa tierra. Mi justificación es que la vida nos enfrenta a nosotros mismos, reflejándonos en otras caras e idiomas para comprender lo que en el fondo son nuestras propias desventuras: somos hombres y mujeres con las mismas vivencias, independientemente de la nación que habitemos.

Tal vez mi predestinación era simplemente conocer a Abdulah

Lo que viví tuvo como escenario la ciudad de Izmir, un pequeño puerto del mar Mediterráneo, al que había llegado luego de vivir dos años en Estambul y tres meses en Ankara. Yo era entonces chofer de carroza funeraria: el único empleo posible para un hombre sin documentos, ni miedo a la muerte.

...nunca olvidaré el modo en que contempló su rostro por última vez: era la tristeza de quien pierde un trozo del alma. Lo cubrió con una mascada blanca y permitió al de la morgue sellar el féretro. Luego se quedó completamente inmóvil, con la mirada fija en la caja negra de herrajes plateados.

No hay cosa más desgarradora que la muerte en plena juventud. ¿Por qué Ahmed? un nieto al que quería como un hijo: su propia sangre. Abdulah sufría. Mientras subíamos el ataúd a la carroza, lo miré salir de la funeraria, un bloque masivo de mármoles blancos y vetas grises (ahora que la evoco, recuerdo que él la llamó “una lápida descomunal e intimidante”).

Apenas percibió la luz al fondo del tétrico pasillo, aceleró el paso. Lo vi tambalearse, casi desfallecer. Al arribar al final del túnel, se llevó la mano izquierda a la frente, la enjugó por su cara y la inmovilizó a la altura de la boca. A lo lejos, escuché un sollozo reprimido y noté cómo su cuerpo se arqueaba hacia el frente al sentarse en una banca del exterior.

El hombre estuvo unos diez minutos bajo el sol, con los codos apoyados sobre sus piernas y la cabeza entre las manos. Yo esperé en el auto, hasta que, instantes más tarde, mirándome con los ojos húmedos, se acercó y me pidió partir hacia Arpaci, una pequeña comunidad en la provincia de Manisa.

Hicimos la ruta hasta Akhisar en silencio absoluto, él del lado del copiloto y yo al volante. Justo al entrar al pueblo, me solicitó hacer alto para comprar un poco de vino. Tras abordar el auto, abrió la botella nerviosamente y apuró dos generosos tragos. Enseguida, me hizo las preguntas que uno hace cuando distingue a un fuereño.

Curiosa coincidencia, que ambos habláramos español en ese confín del mundo. Seguramente mi juventud le hizo revivir episodios anteriores y comenzó un largo monólogo que no fui capaz de interrumpir.

" Nací en Arpaci en 1922, muy cerca del lago Demirkopru, de donde mis abuelos y los papás de mis abuelos eran originarios; mis hijos y sus hijos habrían nacido ahí, de no haber sido por los alemanes: yo tenía 18 años y mi madre, que ya había visto morir a su esposo en la gran guerra, me obligó a abandonar el pueblo, antes que sufrir la suerte de mi padre. Logré huir, y después de mucho tiempo, arribé a América en 1941, pero en sólo dos años conseguí aborrecer al país y sus reglas.

Sin muchas alternativas, opté por subir a un tren que iba al sur: probaría suerte en México.

En tiempos de guerra, ahorrar era imposible: me quedé sin dinero en Creel, un mísero pueblo enclavado en la sierra del norte. Hice de todo para sobrevivir: las minas, el campo, el ferrocarril… hasta que el oficio de mis ancestros terminó por encontrarme: ¿Qué más podía hacer un turco? si siempre estuvimos en el corazón de las rutas del comercio… inicié un negocio y pasé media vida detrás de un mostrador, apilando centavos. Dejé mis mejores años entre tarahumaras –indios tan pobres como los turcos de mi región- y rubios mexicanos.

Sin amigos, sólo me mantenía afanoso el deseo de volver a mi patria y vivir mis últimos años a un costado del lago donde nací: tener una casa pequeña y amigos para disfrutar los atardeceres rosados y las lunas del invierno.

Los años pasaron y formé una familia, pero tanto mi hijo como mi esposa desoyeron mis súplicas de volver a mi vieja Turquía.
-Es inútil abrir viejas heridas- insistían ambos, -hace años que perdiste el contacto: seguro han muerto todos-

Únicamente Ahmed se interesaba por mi odisea de llegada a Chihuahua. Por las tardes, nos entreteníamos con un viejo atlas y el relato de mi periplo. Le contaba cómo llegué a Izmir oculto entre las pacas que transportaba mi tío, y mi primer noche fuera de casa, muriendo de frío, en medio del bosque; le relataba cómo, durante tres semanas me alimenté sólo gracias a los dátiles, dos pequeñísimas bolsas de piel que escondían unas monedas, la única herencia de mi madre. Le referí del capitán Kratoneus –un macedonio siempre ebrio de ouzo, pero de enorme corazón- que accedió a embarcarme en Khíos y conducirme a Atenas…

Mi nieto me llamó Abuelo l’eph-ünt cuando supo que los paquidermos tienen una habilidad memorística superior. Le gustaba escucharme contar cada detalle decenas de veces.

Todo en la vida tiene un tiempo: el invierno marcó el momento clave. Decidí partir con o sin el consentimiento familiar. Del viejo clóset, desempolvé una foto y extraje mi vieja maleta. Mi reloj vital había sonado la hora y no podía hacerle esperar más.

Cuando Ahmed, como todas las tardes al salir de la escuela, se presentó en mi habitación, comprendió que el tiempo había llegado: el viejo-elefante se dirigía al cementerio sagrado.

Un brillo de admiración entremezclado con la tristeza de la palabra partida cruzó sus ojos. Visiblemente alterado, me exigió cumplir la promesa de llevarlo conmigo. Entonces le mostré dos billetes de tren a Chihuahua para el día siguiente.
-De ahí a Ciudad Juárez, y luego seguiremos hasta Albuquerque- le comenté. Me abrazó con todas sus fuerzas.

Esa noche, los dos verdaderamente felices fuimos él y yo. Largo tiempo habíamos imaginado la última cena con el resto de la familia: nada dijimos y ellos jamás adivinaron que el viaje a Chihuahua era sólo la primer etapa, y un ardid.

Antes de dormir, meditando frente a la biblioteca, comprendí la paradoja de mi vida: medio siglo atrás, Libertad había significado desligarme de mis orígenes y forjar una historia propia; en mi senectud, Libertad, tenía el símbolo opuesto: deshacerme de los convencionalismos que durante diez lustros cebé con mi estilo de trabajo, y volver a mis orígenes.

Tal como lo hiciera en los años cincuenta, pero esta vez en sentido inverso, y haciéndonos compañía, recorrimos la unión americana: Oklahoma, St. Louis Missouri, Cincinnati, Pittsburg… hasta llegar al puerto de Nueva York, donde conseguimos, -no sin dificultades- pasaje en un buque hacia Europa, el Elba, un carguero de bandera somalí y capitán francés.

Tres semanas más tarde desembarcamos en la blanca Lisboa, de donde nos dirigimos al sur de España, hasta Sevilla, luego a Tarifa, donde embarcamos hacia Tánger.

El plan era de una simpleza infantil: yo cerraría el círculo de mi peregrinaje y mi nieto pisaría, después de haberla recorrido en sueños y cartas geográficas, la tierra de sus ancestros; andaríamos juntos, La ruta a la libertad, como bauticé la marcha que dos veces significó exilio…

Nada sucedió así. El destino, que tiene sus razones, dispuso de nosotros: a punto de arribar a Túnez, Ahmed enfermó y la travesía del mar Mediterráneo fue un terrible martirio. Diez días estuvimos retenidos en la Isla de Sicilia, a causa de una fiebre que le postró en cama y le hizo presa de penosos delirios

Aprovechando su mejoría, conseguimos cruzar a Patrás: sus mujeres casi le secuestran con sus adulaciones y belleza, por poco le hacen olvidar el viaje; en Atenas insistió en continuar la travesía por barco, a pesar de su debilidad física. Sabía lo cerca que se encontraba del final y rechazó volverse o cambiar de itinerario: acaso en ese momento intuyó por primera vez que el nuestro era un viaje sin retorno.

Llegamos a Izmir después de pasar dos días en Khíos. La emoción de pisar tierra turca le permitió sostenerse en pie, sin embargo, a unas horas de nuestro arribo, sufrió un nuevo ataque de fiebre. En la unidad de cuidados intensivos me advirtieron sobre la gravedad de su condición. Desde su cama, indefenso y demacrado, con la muerte rondando sus ojos, exhaló un leve murmullo:
-Abuelo l’eph-ünt, he venido para acompañarte. Elige un lugar para mí en Arpaci y cuando sea el tiempo, ven conmigo, para charlar de nuestra nueva travesía, de la libertad, de los dátiles…

Esas fueron sus últimas palabras…”

El viejo permaneció callado más de cinco minutos y yo no me atreví a romper el silencio o hacer pregunta alguna... poco a poco, él mismo fue volviendo de su ensimismamiento y continuó.

“ … de vuelta a mi tierra, descubro que retorno como cuando partí: solo y con la muerte en mis espaldas: únicamente mis canas y articulaciones son distintas.

Sobre todas las cosas, me aterroriza pensar que el sueño de una vejez de simplezas y paz –con la casa pequeña junto al lago, los amigos para disfrutar los atardeceres rosados y las lunas de invierno- estuvo al alcance de mi mano mucho antes de partir. ¿Acaso era necesario esperar toda una vida para alcanzarlo y morir por él…?”

Minutos después arribamos a Arpaci. Nos dirigimos al cementerio local y ahí le dejé, con el féretro de su nieto a los pies. Desde la colina se observaba un lago azul en el fondo. “Bello lugar para descansar, vivo o muerto”-Me dije.

Me despedí con la promesa de volver para visitarlo pronto. El sol comenzaba a caer y mi camino era aún largo, aunque comparado con lo que habría de vivir para encontrar mi destino, significaba sólo un paso más.

Lima, 2006