Monday, October 16, 2006

El aire de los Muertos

El aire de los muertos
Samuel Bedrich


- ¿Y para qué quieres saber dónde estamos, Romero? Ni un mapa nos ayudaría en mucho, acá no hay un ser humano a horas de distancia, mejor tapamos todo y nos largamos.

- No seas idiota, Fidencio, si pudiéramos localizar este lugar, podríamos volver con más herramientas y ver si encontramos más…

- Qué bestia eres- le atajó el interpelado. ¿Y para qué quieres más si ni siquiera sabemos si vamos a poder negociar esto? Tenemos un trozo de cecina, una botella y media de agua y nos vamos a morir de frío. Este es el castigo de los Apus por tomar lo que no es nuestro…

Los dos personajes estaban en el borde de los nervios. Todo había pasado tan rápido que no sabían qué pensar. Tenían hambre y el hambre no es buena consejera porque hace que afloren los instintos animales: se veían con una mezcla de odio y codicia. Hacía dos días que estaban perdidos en la montaña, sin más comida que unos trozos de carne ahumada y seca que apenas les había servido para engañar al estómago. Únicamente les mantenía caminando su hallazgo: cuando el humano encuentra oro, se le olvida el alimento.

- No entiendes nada, hermano. Tú me trajiste acá. Si no te hubieras entercado en bajar en ese pueblo, estaríamos con el tío Augusto, tomando una chela y comiendo cuycito, pero tu terquedad nos dejó a la mitad del camino. Sólo estoy aprovechando la oportunidad que nos dio la vida: nunca más encontraremos tanto oro junto. Tenemos que marcar este sitio, y volver a Chacha para traer un detector. ¡Nos vamos a volver millonarios!

Al pronunciar esta última frase, Romero sonrió y abrió la boca desmesuradamente, dejando ver sus dientes amarillos y malformados; sus dos incisivos, coronados por sendas piezas metálicas brillaron peligrosamente cerca del rostro de Fidencio, quien pensó por un momento que se abatirían sobre su yugular. Siempre quiso a su hermano menor, pero lo temía porque recordaba que en su violenta niñez siempre había usado su inteligencia para despojar a los otros pequeños de lo que él carecía.


- Tranquilo Romero- le dijo mientras separaba un poco su cara de la de él, alejándose de su fuerte aliento de fumador bilioso. Primero tenemos que salir de acá hermano… además yo te dije que nos esperáramos hasta que pasara otra combi, yo no fui el que jodió con que hiciéramos la ruta a pie “pa’ cortar camino”, como dijiste. Si ya sabías que más valía esperar y que la montaña es traicionera… nunca has sabido ser paciente, siempre dices que eres muy joven para sentarte a esperar la buena suerte…

-¡Pero tú tuviste la culpa de todo! Yo te dije que no la fueras a buscar, a la Manuela, si ya ni vive en el pueblo. ¡Te advertí que el chofer tenía cara de falso amigo y se iba largar con nuestras cosas! Te mintió cuando te dijo que se paraba diez minutos a esperar a la gente, si yo vi clarito cómo lo decía con risa y su ayudante lo miraba bien cómplice, te lo dije y te fuiste calle arriba… te debí haber dejado ahí con tu Manuela que no existía: puros fantasmas viven en ese pueblo, por eso nomás pasa dos veces por semana el combi

Fidencio, sintió una punzada en el corazón. Su hermano le reclamaba por su mala suerte y él no podía sino aceptar su error, pero buscaba una manera de compartir la culpa.

-Pero te dije, Romero, te dije que caminando no llegábamos a ninguna parte, que la cordillera estaba difícil, que había agua en la montaña y que íbamos a caminar muchas horas, que mejor nos quedáramos a esperar, en lugar de venir pa’acá, si no conocíamos el camino, pero insististe que nomás había que cruzar la quebrada y luego tú te perdiste por querer avanzar de noche… si el cielo estaba cerrado y no había estrellas que seguir. Mejor esperar que caminar sin rumbo claro. Ya pasaron dos noches y no encontramos por donde; hemos andado en círculos…

- ¿Y esperar a que nos degollaran los amigos del chofer? En ese pueblo no nos quieren desde que dejaste a la Manuela y supieron lo que le habías hecho. En la noche nos iban a matar donde Doña Juana, o nos iban a dar sopa con veneno, lo mejor era salir de ahí y movernos, no conoces esas gentes, te matarían por un costal de harina… ¿eres cojudo, o qué te pasa?

Fidencio tenía las manos lodosas y frías de tanto haber cavado. De vez en cuando las pasaba por su pantalón, intentando secarlas, pero su ropa estaba tan húmeda como sus manos. Decidió dejar de discutir. Calló y volvió a poner las manos en el lodo, tratando de disimular con la tierra mojada, las piedras de la construcción semi-derruida.

- Ya Romero, vamos a tapar esto y mejor nos largamos. No nos queda comida y no sabemos dónde encontraremos un pueblo. Olvídate de esto, que nos estamos malpasando y ya hemos recogido suficientes cosas.

Romero comenzaba a sentir hambre y frío. Pensó que era una buena idea seguir el consejo de su hermano. Habían llenado sus bolsas y una pequeña maleta que, por fortuna, habían tomado consigo cuando descendieron de la combi. De no ser por ella, estarían casi muertos de hambre. Cosa buena, haber cambiado sus cajas de fruta por carne.

Mientras Romero seguía las acciones de su hermano, trataba de recordar a su tío Fermín sin mucho éxito: sólo lo había visto vivo una vez. Por su cabeza, en cambio, pasaban las escenas de dos noches antes: un pueblo de Amazonas, verde y montañoso, al que habían llegado después de diez horas de viaje, para su entierro. Sí, era hermano de su papá, pero lo habían visto veinte años atrás y luego se había ido del pueblo, enamorado de una fuereña que había conocido en el mismo Chacha.

Fermín había asistido al funeral de su padre y era costumbre corresponder a la visita de quien vivía fuera, así fuera un hermano, cuando muriera. Fidencio y Romero tuvieron que hacer el viaje al saber de Fermín, más a regañadientes que por gusto: a mamá Cana no se desobedecía una orden.

Pero al evocarlo, le vino irremediablemente a la mente la necedad de Fidencio de volver por otro camino para buscar a la Manuela y no pudo evitar reclamárselo una vez más:

- Pero si no hubiera sido por la Manuela, ya estaríamos en la casa, Fidencio. Eso no se me va a olvidar nunca, por su culpa todo nos ha salido mal.

- No te quejes Romero, tienes todo el oro que siempre quisiste, hasta tus ojos se han vuelto amarillos. Una cosa por otra, con eso vas a poder comprar lo que quieras- le dijo él, Sin mirarlo siquiera. Si no hubiera sido por Manuela, no nos hubiéramos perdido en la montaña. Y sin la lluvia, no hubiéramos encontrado la arboleda…

II

De la nada, surgen cinco espectros que comienzan a danzar sobre Fidencio y Romero. Todos están en los huesos y visten una especie de manto largo rayado, atado a la cintura con un cinturón de piel. Los miran con odio y les gritan en un idioma incomprensible. Acercan sus caras a las suyas y ríen sobre ellos, exhalando un tufo fétido, de carne putrefacta. Fidencio intenta liberarse pero le es imposible, su cuerpo está inmóvil y no responde a sus órdenes. Mira a su lado y ve a Romero que, con los ojos desorbitados, intenta comunicarle algo, pero no puede. De su boca sólo emana un vaho azul-verdoso, como el que sale del fuego de la leña verde.

Los espectros lo pisotean, pero él no siente dolor, sino un peso uniforme en todo el cuerpo, algo que lo mantiene pegado al suelo. Los hermanos se miran y ven al tío Fermín y a su propio padre, convertidos en esos muertos. Fidencio implora y muerde el pie espectral que oprime su cara. La sensación es viscosa y le genera náuseas

- ¡Aaaahh!- Fidencio despierta, abre los ojos, se pone sobre el costado y apoya sus manos en el piso húmedo, trata de vomitar, pero su estómago está vacío, sólo escupe un poco de bilis y tose… se incorpora rápidamente y se abalanza sobre su hermano, que yace a un costado.

-¡Maldito, maldito!- le grita mientras lo sacude con fuerza. ¡Me has tratado de envenenar! Mal hermano, el oro te ha vuelto ciego, ¡Asesino!

Romero abre los ojos desmesuradamente y lo mira, sorprendido primero, y luego, con rencor pone sus manos en el cuello de su hermano:

- Tú has puesto algo al trozo de cecina que nos quedaba, Fidencio, me has querido matar para quedarte con nuestro secreto. He visto a mi padre y a tío Fermín bailando sobre mi estómago, me han intentado matar unos fantasmas con su aliento…

- ¡He tenido el mismo sueño, hermano! Unas momias como las que hemos encontrado esta mañana han reído de mí.-

Romero lo mira sobrecogido, quita sus manos del cuello de Fidencio y lo abraza. Ambos se miran con lágrimas en los ojos.

- Estamos condenados, Romero. Es el aire de los muertos lo que nos ha adormecido ¿Recuerdas al viejo huaquero José? ¿Te recuerdas que nos contó la historia y que nos dijo que nunca había que respirar el aire de los enterramientos? Ayer nos guarecimos en esa huaca oculta y excavamos, pero nos olvidamos de romper las vasijas afuera. Hemos cambiado nuestra vida por el oro que hallamos.

En una de las urnas funerarias habían encontrado dos máscaras de oro, piezas de metales brillantes y conchas de spondylus. Locos de codicia habían pasado la noche en esa especie de caverna cubierta por los años y la maleza. Por la mañana habían seleccionado lo más valioso y con ello partían.

Desesperados por su fatal destino, los hermanos deciden acelerar el paso y comienzan a descender por una cañada muy escarpada, clásica del paisaje andino, totalmente perturbados por los recuerdos de la historia de José y las visiones de su sueño. Los nervios les hacen cometer errores y en un instante, Fidencio cae en un precipicio.

- ¡Fidencio, hermano!- Romero, haciendo lo imposible para descender, deja la mochila a un lado e intenta bajar para acercarse a su fraterno. Su débil condición y la intoxicación le nublan la visión, le es imposible mantenerse erguido y tropieza, rodando por la montaña sin poderse detener.

III

Entre vivo y muerto, Romero delira y mezcla los recuerdos de su niñez con el presente. Se recuerda en la fiesta de la candelaria, jugando con Fidencio: ese día habían robado dos máscaras de la diablada y con ellas perseguían a los más pequeños del pueblo, que habían comenzado por reír, pero tras el largo acoso lloraban y buscaban la protección de los grandes.

- ¡Yaaaa! ¡Corran niños, corran, que yo soy el diablo, y ahora tengo una máscara de oro! Tengo la más bonita de todas, porque con ella soy el diablo más rico, y el ángel no me podrá vencer…

Días más tarde, dos pequeños pastores encuentran la mochila, y al abrirla descubren las joyas de oro. Juegan con las máscaras durante un rato y con ellas bajan corriendo a la comunidad, mientras los hermanos menores huyen despavoridos.

Los adultos deciden hacer una batida en busca de los propietarios de la mochila y localizan los cadáveres de Romero y su hermano. Ambos, descompuestos y en los huesos, son fantasmagóricos. La comunidad, sorprendida por su apariencia, decide enterrarlos, dejar una máscara en la iglesia y, conciente del enigmático poder del oro, devolver el resto de las piezas a la Pachamama. De la identidad de los huaqueros, nada más se supo.

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