El aire de los muertos
Samuel Bedrich
Samuel Bedrich
- ¿Y para qué quieres saber dónde estamos, Romero? Ni un mapa nos ayudaría en mucho, acá no hay un ser humano a horas de distancia, mejor tapamos todo y nos largamos.
- No seas idiota, Fidencio, si pudiéramos localizar este lugar, podríamos volver con más herramientas y ver si encontramos más…
- Qué bestia eres- le atajó el interpelado. ¿Y para qué quieres más si ni siquiera sabemos si vamos a poder negociar esto? Tenemos un trozo de cecina, una botella y media de agua y nos vamos a morir de frío. Este es el castigo de los Apus por tomar lo que no es nuestro…
Los dos personajes estaban en el borde de los nervios. Todo había pasado tan rápido que no sabían qué pensar. Tenían hambre y el hambre no es buena consejera porque hace que afloren los instintos animales: se veían con una mezcla de odio y codicia. Hacía dos días que estaban perdidos en la montaña, sin más comida que unos trozos de carne ahumada y seca que apenas les había servido para engañar al estómago. Únicamente les mantenía caminando su hallazgo: cuando el humano encuentra oro, se le olvida el alimento.
- No entiendes nada, hermano. Tú me trajiste acá. Si no te hubieras entercado en bajar en ese pueblo, estaríamos con el tío Augusto, tomando una chela y comiendo cuycito, pero tu terquedad nos dejó a la mitad del camino. Sólo estoy aprovechando la oportunidad que nos dio la vida: nunca más encontraremos tanto oro junto. Tenemos que marcar este sitio, y volver a Chacha para traer un detector. ¡Nos vamos a volver millonarios!
Al pronunciar esta última frase, Romero sonrió y abrió la boca desmesuradamente, dejando ver sus dientes amarillos y malformados; sus dos incisivos, coronados por sendas piezas metálicas brillaron peligrosamente cerca del rostro de Fidencio, quien pensó por un momento que se abatirían sobre su yugular. Siempre quiso a su hermano menor, pero lo temía porque recordaba que en su violenta niñez siempre había usado su inteligencia para despojar a los otros pequeños de lo que él carecía.
- No seas idiota, Fidencio, si pudiéramos localizar este lugar, podríamos volver con más herramientas y ver si encontramos más…
- Qué bestia eres- le atajó el interpelado. ¿Y para qué quieres más si ni siquiera sabemos si vamos a poder negociar esto? Tenemos un trozo de cecina, una botella y media de agua y nos vamos a morir de frío. Este es el castigo de los Apus por tomar lo que no es nuestro…
Los dos personajes estaban en el borde de los nervios. Todo había pasado tan rápido que no sabían qué pensar. Tenían hambre y el hambre no es buena consejera porque hace que afloren los instintos animales: se veían con una mezcla de odio y codicia. Hacía dos días que estaban perdidos en la montaña, sin más comida que unos trozos de carne ahumada y seca que apenas les había servido para engañar al estómago. Únicamente les mantenía caminando su hallazgo: cuando el humano encuentra oro, se le olvida el alimento.
- No entiendes nada, hermano. Tú me trajiste acá. Si no te hubieras entercado en bajar en ese pueblo, estaríamos con el tío Augusto, tomando una chela y comiendo cuycito, pero tu terquedad nos dejó a la mitad del camino. Sólo estoy aprovechando la oportunidad que nos dio la vida: nunca más encontraremos tanto oro junto. Tenemos que marcar este sitio, y volver a Chacha para traer un detector. ¡Nos vamos a volver millonarios!
Al pronunciar esta última frase, Romero sonrió y abrió la boca desmesuradamente, dejando ver sus dientes amarillos y malformados; sus dos incisivos, coronados por sendas piezas metálicas brillaron peligrosamente cerca del rostro de Fidencio, quien pensó por un momento que se abatirían sobre su yugular. Siempre quiso a su hermano menor, pero lo temía porque recordaba que en su violenta niñez siempre había usado su inteligencia para despojar a los otros pequeños de lo que él carecía.