Monday, October 16, 2006

El aire de los Muertos

El aire de los muertos
Samuel Bedrich


- ¿Y para qué quieres saber dónde estamos, Romero? Ni un mapa nos ayudaría en mucho, acá no hay un ser humano a horas de distancia, mejor tapamos todo y nos largamos.

- No seas idiota, Fidencio, si pudiéramos localizar este lugar, podríamos volver con más herramientas y ver si encontramos más…

- Qué bestia eres- le atajó el interpelado. ¿Y para qué quieres más si ni siquiera sabemos si vamos a poder negociar esto? Tenemos un trozo de cecina, una botella y media de agua y nos vamos a morir de frío. Este es el castigo de los Apus por tomar lo que no es nuestro…

Los dos personajes estaban en el borde de los nervios. Todo había pasado tan rápido que no sabían qué pensar. Tenían hambre y el hambre no es buena consejera porque hace que afloren los instintos animales: se veían con una mezcla de odio y codicia. Hacía dos días que estaban perdidos en la montaña, sin más comida que unos trozos de carne ahumada y seca que apenas les había servido para engañar al estómago. Únicamente les mantenía caminando su hallazgo: cuando el humano encuentra oro, se le olvida el alimento.

- No entiendes nada, hermano. Tú me trajiste acá. Si no te hubieras entercado en bajar en ese pueblo, estaríamos con el tío Augusto, tomando una chela y comiendo cuycito, pero tu terquedad nos dejó a la mitad del camino. Sólo estoy aprovechando la oportunidad que nos dio la vida: nunca más encontraremos tanto oro junto. Tenemos que marcar este sitio, y volver a Chacha para traer un detector. ¡Nos vamos a volver millonarios!

Al pronunciar esta última frase, Romero sonrió y abrió la boca desmesuradamente, dejando ver sus dientes amarillos y malformados; sus dos incisivos, coronados por sendas piezas metálicas brillaron peligrosamente cerca del rostro de Fidencio, quien pensó por un momento que se abatirían sobre su yugular. Siempre quiso a su hermano menor, pero lo temía porque recordaba que en su violenta niñez siempre había usado su inteligencia para despojar a los otros pequeños de lo que él carecía.

Monday, October 09, 2006

Truco ocupacional

Truco ocupacional
Samuel Bedrich


Esta noche entraré a hurtadillas en el hogar del abuelo y lo semi-destruiré…

- Una, dos…¡tres!

Uf, como pesa. Seis y no podemos con ella. Ciento diez kilos que, repartidos, se vuelven veinte para cada uno. Siento que mi hombro se desgarra con el borde de madera.

Al fin, avanzamos.

Todos mártires: cargamos el peso sin alma de la abuela, tía, hermana, madre. Como soldados, caminamos con la vista puesta en el hombro del que está enfrente; de vez en cuando, bajamos la mirada para ajustar el paso y esforzarnos en parecer uno solo: un ciempiés de doce pies que adelanta al mismo ritmo.

Izquierda, derecha, izquierda, derecha…

No, así no, pendejo: izquierda, derecha, no derecha izquierda; ay pariente, ahora comprendo porqué nunca nos entendimos: tu avanzas con la derecha y yo con la izquierda…

Qué complicado es jugar al miriápodo con otros cinco vertebrados bípedos. El de atrás me saca el zapato y sólo escucho un murmuro:

-Perdón, tío-

Y yo que tengo que avanzar sin romper filas. No puedo voltear e insultarlo: “¡Animal! Se nota que nunca hiciste tu servicio militar, el cabo Figueras te hubiera dado un golpe como los que nos propinaban…”

-No te apures- respondo.

Ya no aguanto el hombro…

-Paco, ¿quieres que te ayude?”

No, güey. Me gusta sufrir, así voy pagando mis culpas, mis visitas inconstantes, la discusión que tuvimos por ese maldito terreno de Oaxaca (que por cierto ya nadie utiliza), en la familiar, pacífica y amorosa noche de navidad, en que menté madres contra todos: (¿cómo no recordarlo, si me encanta vociferar?) “-$%/* envidiosos de mierda, si esta familia no es ejemplo de nada.-”…y la abuela que abría los ojos como quien ve al mismísimo demonio, pidiendo que me callara, que estaba borracho…

-Sí primo, gracias, un ratito.

Vuelvo a mi puesto. Zona minada: hemos pasado del pavimento al pasto vil. Anoche llovió y mis zapatos, agujereados y descosidos, hacen agua como barcaza vieja.

-Cuidado- me dice mi hermano

No, no me pienso fijar: haré el ridículo partiéndome la cara y tirando a la abuela... ni en estos momentos me dejas en paz.

- Sí, gracias, hermano…-

Ya no siento el hombro izquierdo, pero me anima el sentirme héroe, cargando al lábaro de la familia: vean, a mí me cedieron el honor.

Al fin, cincuenta cruces después, una fosa cavada y libre. Cada muerto ha tenido un cargador como yo, demasiados filósofos de panteón.

El abuelo impasible: no hace gesto, no emite un ruido. Su rostro, pálido e imperturbable está, pero su mente vaga por los mejores ¿o peores? momentos de su matrimonio… un viaje a oriente; el baile de la boda del primer hijo… No quiere perder el recuerdo de la esposa sonriente, diligente, de la mujer de su vida.

Flemático, como si llevara ojos de vidrio, como siguiendo los pasos de Borges. “Nunca he sollozado, siempre he sido fuerte, sólo es un golpe más. Un viejo sabe resignarse…” Pierde su mirada en el barniz caoba del féretro. No llora, no gime como las plañideras que no paran de recordarnos que expirar desgarra, que deberíamos de sentir.

No, no se esfuercen lloronas. Nosotros pertenecemos a una raza que no sufre: no tenemos sangre, funcionamos con atole diluido, pozol transparente, chicha ligera. Somos racionales: siempre supimos que iba a pasar… Reprimo un moco; no, no voy a llorar, soy de los fuertes, ¿o qué, no saben que los hombres no lloran?

Sorbo mis lágrimas y miro al cielo, como esperando que el sol evapore mi tristeza.

Miro cómo los hombres de gris bajan el ataúd hasta su posición final, tres metros bajo el suelo.

Adiós abuela, te voy a extrañar. Baja, baja, vuelve a la tierra; al fin y al cabo de ahí salimos todos…

-No, más ‘pa acá, ya se atoró con una piedra, súbela un poco- Los sepultureros murmuran e interrumpen mi reflexión.

Antes de cubrir el cofre con las lozas de concreto, el tío Juan, un viejo centenario que ha burlado a la muerte viviendo confinado en el pueblo de allá, lejos de esta urbe ruidosa y asesina- se hinca sobre la tierra húmeda, toma entre sus manos un terrón y lo pulveriza sobre la caja.

Los viejos ocultan la tristeza en sus arrugas; han llorado tanto que se han quedado sin lágrimas.

- Adiós, hijita, pronto nos veremos-

Promesas, este anciano nos va a enterrar a todos, es un árbol milenario.

Sepultureros. Deben de ser de nuestra familia, de los que no sienten nada: no penan. Hombres sin corazón, enterradores de la muerte, enemigos del sentimiento, devoradores de emociones, lazos de realidad.

Terminan sus deberes, todos nos abrazamos: en misa, es la paz; aquí es el abrazo del feliz descanso.

Inmóvil e indiferente, el abuelo agradece la presencia, serio, tranquilo, frío, calmado, resignado, ecuánime; aquí no pasó nada.

El viudo nos invita, como en los viejos tiempos, a compartir la comida. ¿Cuál, me pregunto, si ella era la que todo preparaba y tú sólo te sentabas a la mesa? No asisto. Argumento un compromiso, no quiero encontrarme con todos, estoy harto de ver humanos vestidos de cuervo.

Sólo han pasado tres horas después del almuerzo y ya estoy arrepentido. No puedo ser tan insensible, tengo que ir a compartir. Tomo el primer autobús de vuelta y voy a casa del abuelo buscando reivindicarme con todos: entro. Silencio sepulcral.

Solo, el abuelo asoma con un flotador de caja de WC en la mano.

El realismo mágico existe. Una prueba más, contundente.

Esperaba verte deshecho, abuelo. ¿Cómo es que no estás llorando tu desgracia en la cama o con su foto en una mano y la botella de mezcal en la otra, como en las películas de tu época?

-¿Cómo estás, abuelo?
- Bien, hijo, arreglando este pinche baño que no funciona

No tengo palabras para responder, sólo me dirijo como autómata tras él, al sanitario.

Forcejeamos media hora contra la presión de la tubería, hasta que logro dar al traste con lo que quedaba de la vieja instalación años cuarenta. Me siento estúpido: en lugar de pensar en la abuela, estoy pensando en una maldita fuga de agua… aunque, tal vez estoy equivocado: el agua ofrece vida, y ella, ya se ha muerto.

Al final, logro taponear, con una bolsa de plástico, la salida del chorro líquido y detener el sangrado hidráulico. Espero que resista hasta el mes que entra, cuando venga el plomero.

Gran Error. Tapé la fuga de líquido de vida, pero rompí el precario sello de tranquilidad en el grifo del corazón del abuelo: al quitarle la ocupación, entró en la realidad.

-¿Y ahora qué chingados voy a hacer, hijo? Esto va a estar muy cabrón. Hasta hace un rato, todos me hacían compañía. Ahora que se han ido, comienzo a ver mi soledad: ochenta años, sesenta viviendo con tu abuela. Trabajé, hice dinero y viví los últimos veinte pegado a ella, sólo por ella y para ella.

Me quedo solo, peor que en mi niñez. Cuando pequeño, al menos tuve a la tía que me crió y me ayudó a sobrevivir sin padres, sin ella, tú no me conoces.

Claro, y si yo no te conozco, no me conozco y no conozco a nadie...

Solo. La tía está ahora con tu abuela, en la misma tumba, y yo aquí, en una casa que no me sabe a hogar, sin más rutina que despertarme para comprobar que el sol salió y que mi esposa se fue. ¿Para qué vivir?

Me despedí del viejo, sin saber qué decirle.

En el camino a casa se me ocurrió algo: esta noche entré a hurtadillas a su hogar y descompuse los contactos eléctricos, desbaraté las cajas de baño que encontré a mi paso, desorganicé la biblioteca, causé un avería en su auto, hice desperfectos a la tarja de la cocina, estropee un sillón y ensucié las alfombras para mantenerlo ocupado.

La mañana siguiente, poco antes de las siete, recibí una llamada: el abuelo había muerto electrocutado tratando de arreglar la cafetera que había amanecido haciendo hielos.

Me vestí de negro de nuevo.

- Una, dos…¡tres! Uff… cómo pesa…

Carta póstuma

Carta póstuma
Samuel Bedrich


Hoy me desperté preguntándome cuál era el sentido de mi vida, y como no se lo encontré, decidí suicidarme.

No, de nada servirían mis esfuerzos, la vida seguía sin mostrarme el mejor camino. ¿A qué bueno esforzarse haciendo algo si al final no encuentras resultados? Andar, caer, levantarse – Andar, caer, levantarse - ¿Por cuánto tiempo más?

Nada ha sido nunca suficiente; siempre ha hecho falta más: más dinero, esposo; más trabajo, empleado: más esfuerzo, mozo; más empeño, contador; más responsabilidad, papá; más tiempo, hijo; más experiencia, aprendiz; más preparación, profesor…

Llamé a tres amigos para contarles mis planes y mi decepción: el primero nunca respondió y le dejé un mensaje en su contestadota automática; el segundo estaba en una junta importante y le era imposible responder, pero su secretaria –con mucha amabilidad, eso sí- me comentó que le reportaría “al señor Gómez” tan pronto como le fuera posible, pero que no esperara su llamada antes de las ocho, pues tenía aún dos citas importantes.

Al tercero le alcancé a comentar rápidamente, mientras vociferaba en el tráfico de la ciudad, apurado por llevar a sus hijas a la clase de ballet, “-¡Anda, muévete hijo de puta!- No, no perdón, no es a ti, es al estúpido de enfrente…” Terminé mi explicación y parece que no me entendió del todo, pues sólo me dijo que estaba muy bien, que no olvidara traerle un recuerdo al volver y que pronto nos hablábamos, ¿habrá escuchado Zanzíbar?

Y luego me senté en el sillón para pensar cuál sería el mejor método para hacerlo: ¿acostado, con un anafre a un lado como el abuelo de César? ¿De una congestión alcohólica como Nicolas Cage en Leaving las Vegas? ¿Tirándome de un puente o de un edificio, como buen citadino que soy? ¿Con el cuchillo rasgando mis muñecas? Las vías del tren eran otra opción, pero acá nunca se sabe a qué hora pasa…

No, no, no. ¿Qué tal si no me muero y me envían a un centro de reinserción social? No, no tengo carbón a la mano y podría ser que alguien olfateara justo a tiempo, dejándome a medio asfixiar, medio parapléjico, medio vegetando… ¿qué tal si caigo encima de un auto con bolsas de aire y luego me cobran su reparación? … este cuchillo está tan viejo y oxidado que de pronto me da tétanos y me obligan a seguir en tratamiento así esté muerto… Claro, no hay nada como una buena fuga de gas, decidido.

No, no haría los pendientes del día. ¿De qué sirve a un muerto haber pagado la renta? ¿Qué caso tendría entregar la lista de calificaciones de los estudiantes irresponsables que jamás se habían interesado por sus lecciones? Mejor dejarles la oportunidad de justificarse ante el nuevo profesor y venderse a él con sus adulaciones, buenas caras, gestos amables, sonrisas y justificaciones. Total, les interesa el pase, no el aprendizaje.

¿Comer, cenar? Ni aunque en el refrigerador quede una rebanada de mi tarta favorita o un poco de guisado (guisado de guisantes con garbanzos y grano gordo de Guatemala- me digo, con todo el derecho de hacer mi última estúpida cacofonía). Mejor evitar a los pobres forenses la pena de vaciar mis tripas y constatar que no morí de una intoxicación. De cualquier modo, bastará con la pestilencia del cuerpo: evitemos rociar de flatulencias a los deudos.

Sí, es cierto: ni la muerte es perfecta. Hubiera preferido fenecer en Río de Janeiro, para que me recordaran a ritmo de Bosanova; o en Finlandia, para que mi cuerpo se mantuviera inmaculado al aire libre, a menos quince grados centígrados: podrían llegar a beatificarme.

Mejor aún: en China. Ahí todos tendrían que vestirse de blanco para darme el último adiós e irían a la tienda de artículos religiosos para comprar, con billetes reales, billetes de papel que arrojarían y quemarían en un cesto para que esos millones me acompañasen en mi otra vida… ¡Vaya! Al fin sería millonario, qué ironía: murió y se hizo rico…

Lo ideal sería Irlanda: mis amigos y familiares me despedirían con una bebida negra como sus conciencias y amarga como muchas de sus vidas; los puritanos beberían Whisky, pues es un poco más transparente: sería un acompañamiento en turbio que se torna a borroso. Beberían hasta la borrachera y luego me olvidarían para ir por más Guinness y alcohol: discutirían sobre lo inútil de nuestra existencia, sin asombrarse de que alguien se hubiese aburrido de vivir una tierra verde y plana con paredes de agua fría, que se recorre sin encontrar la salida: un canto a ritmo de Daddy’o y listo, otro que se va.

No como en este país, donde se preguntarán una y otra vez si hicieron algo mal y rogarán cientos de veces por mi eterno descanso… ¡Pero si de lo que estoy cansado es de Dios y sus falsos predicamentos! “Amaos los unos a los otros” (cinco ejecutados hoy en Ciudad Juárez), “No robarás” (otro gobernador enfrenta juicio por enriquecimiento ilícito) “da tu pan al que no lo tiene…” (y cierras la ventana del auto cuando se acerca un mendigo), “…y al que lo tiene, dale siempre hambre y sed de justicia” (sí, absolvamos a los asesinos del 68).

No como en este país, donde llorarán y llorarán; donde se mirarán compasivamente y aprovecharán el velorio para criticar mi vida y la de los allegados: que si fulano hizo, deshizo, o dejó de hacer. No, definitivamente tampoco se elige donde se quiere morir.

Variemos el tema. Mejor una buena programación musical: por hoy no me importará que el corazón altruista del político que años antes devoró el erario público decida devolver, perdón, donar, dar, al pueblo, una migaja de su hurto: cinco nuevas camas de hospital o una ambulancia nuevecita.

Abro todo el gas y me tiendo en la cama. Un poco de Sting de los ochenta, para recordar cuando los músicos aún creían en un mejor mundo, luego algo del Gabriel de In your eyes y finalmente una muy wagneriana cabalgata de las Valquirias…

… No, no, que no digan que estoy dormido y que me traigan aquí; ni que me fui al cielo. Mucho menos que me convertí en lagartija o rinoceronte; tampoco que fui al espacio intersideral.

Sólo que borré mi nombre de la lista de los vivos, que corté mi existencia, que decidí parecerme a Hemingway, Novalis, Saint-Exupéry y Van Gogh; que quise imitar a un kamikaze, a un inmolado de Corea del Sur, al decepcionado que se lanza al río con una piedra a los pies, o a Lawrence de Arabia que, dicen, murió en un accidente, pero yo digo que se accidentó de tanto estar muerto en vida… y bueno, pueden simplemente decir que me fui, porque irse, aunque sea de este mundo, es algo que todavía pocos se atreven a hacer.

Tuesday, September 05, 2006

El regreso del elefante

El regreso del elefante
Samuel Bedrich

Algunos humanos somos completamente aerobios: requerimos del aire y la fuerza del viento para encontrar un destino. Hace unos años, en 1986, me vi cruzando la frontera turca sin comprender porqué lo hacía.

Aún hoy ignoro porqué pasé ahí tres años, haciendo todo tipo de labores. La razón lógica es que lo necesitaba para sobrevivir, pero no podría explicar qué me orillaba a permanecer en esa tierra. Mi justificación es que la vida nos enfrenta a nosotros mismos, reflejándonos en otras caras e idiomas para comprender lo que en el fondo son nuestras propias desventuras: somos hombres y mujeres con las mismas vivencias, independientemente de la nación que habitemos.

Tal vez mi predestinación era simplemente conocer a Abdulah

Lo que viví tuvo como escenario la ciudad de Izmir, un pequeño puerto del mar Mediterráneo, al que había llegado luego de vivir dos años en Estambul y tres meses en Ankara. Yo era entonces chofer de carroza funeraria: el único empleo posible para un hombre sin documentos, ni miedo a la muerte.

...nunca olvidaré el modo en que contempló su rostro por última vez: era la tristeza de quien pierde un trozo del alma. Lo cubrió con una mascada blanca y permitió al de la morgue sellar el féretro. Luego se quedó completamente inmóvil, con la mirada fija en la caja negra de herrajes plateados.

No hay cosa más desgarradora que la muerte en plena juventud. ¿Por qué Ahmed? un nieto al que quería como un hijo: su propia sangre. Abdulah sufría. Mientras subíamos el ataúd a la carroza, lo miré salir de la funeraria, un bloque masivo de mármoles blancos y vetas grises (ahora que la evoco, recuerdo que él la llamó “una lápida descomunal e intimidante”).

Apenas percibió la luz al fondo del tétrico pasillo, aceleró el paso. Lo vi tambalearse, casi desfallecer. Al arribar al final del túnel, se llevó la mano izquierda a la frente, la enjugó por su cara y la inmovilizó a la altura de la boca. A lo lejos, escuché un sollozo reprimido y noté cómo su cuerpo se arqueaba hacia el frente al sentarse en una banca del exterior.

El hombre estuvo unos diez minutos bajo el sol, con los codos apoyados sobre sus piernas y la cabeza entre las manos. Yo esperé en el auto, hasta que, instantes más tarde, mirándome con los ojos húmedos, se acercó y me pidió partir hacia Arpaci, una pequeña comunidad en la provincia de Manisa.

Hicimos la ruta hasta Akhisar en silencio absoluto, él del lado del copiloto y yo al volante. Justo al entrar al pueblo, me solicitó hacer alto para comprar un poco de vino. Tras abordar el auto, abrió la botella nerviosamente y apuró dos generosos tragos. Enseguida, me hizo las preguntas que uno hace cuando distingue a un fuereño.

Curiosa coincidencia, que ambos habláramos español en ese confín del mundo. Seguramente mi juventud le hizo revivir episodios anteriores y comenzó un largo monólogo que no fui capaz de interrumpir.

" Nací en Arpaci en 1922, muy cerca del lago Demirkopru, de donde mis abuelos y los papás de mis abuelos eran originarios; mis hijos y sus hijos habrían nacido ahí, de no haber sido por los alemanes: yo tenía 18 años y mi madre, que ya había visto morir a su esposo en la gran guerra, me obligó a abandonar el pueblo, antes que sufrir la suerte de mi padre. Logré huir, y después de mucho tiempo, arribé a América en 1941, pero en sólo dos años conseguí aborrecer al país y sus reglas.

Sin muchas alternativas, opté por subir a un tren que iba al sur: probaría suerte en México.

En tiempos de guerra, ahorrar era imposible: me quedé sin dinero en Creel, un mísero pueblo enclavado en la sierra del norte. Hice de todo para sobrevivir: las minas, el campo, el ferrocarril… hasta que el oficio de mis ancestros terminó por encontrarme: ¿Qué más podía hacer un turco? si siempre estuvimos en el corazón de las rutas del comercio… inicié un negocio y pasé media vida detrás de un mostrador, apilando centavos. Dejé mis mejores años entre tarahumaras –indios tan pobres como los turcos de mi región- y rubios mexicanos.

Sin amigos, sólo me mantenía afanoso el deseo de volver a mi patria y vivir mis últimos años a un costado del lago donde nací: tener una casa pequeña y amigos para disfrutar los atardeceres rosados y las lunas del invierno.

Los años pasaron y formé una familia, pero tanto mi hijo como mi esposa desoyeron mis súplicas de volver a mi vieja Turquía.
-Es inútil abrir viejas heridas- insistían ambos, -hace años que perdiste el contacto: seguro han muerto todos-

Únicamente Ahmed se interesaba por mi odisea de llegada a Chihuahua. Por las tardes, nos entreteníamos con un viejo atlas y el relato de mi periplo. Le contaba cómo llegué a Izmir oculto entre las pacas que transportaba mi tío, y mi primer noche fuera de casa, muriendo de frío, en medio del bosque; le relataba cómo, durante tres semanas me alimenté sólo gracias a los dátiles, dos pequeñísimas bolsas de piel que escondían unas monedas, la única herencia de mi madre. Le referí del capitán Kratoneus –un macedonio siempre ebrio de ouzo, pero de enorme corazón- que accedió a embarcarme en Khíos y conducirme a Atenas…

Mi nieto me llamó Abuelo l’eph-ünt cuando supo que los paquidermos tienen una habilidad memorística superior. Le gustaba escucharme contar cada detalle decenas de veces.

Todo en la vida tiene un tiempo: el invierno marcó el momento clave. Decidí partir con o sin el consentimiento familiar. Del viejo clóset, desempolvé una foto y extraje mi vieja maleta. Mi reloj vital había sonado la hora y no podía hacerle esperar más.

Cuando Ahmed, como todas las tardes al salir de la escuela, se presentó en mi habitación, comprendió que el tiempo había llegado: el viejo-elefante se dirigía al cementerio sagrado.

Un brillo de admiración entremezclado con la tristeza de la palabra partida cruzó sus ojos. Visiblemente alterado, me exigió cumplir la promesa de llevarlo conmigo. Entonces le mostré dos billetes de tren a Chihuahua para el día siguiente.
-De ahí a Ciudad Juárez, y luego seguiremos hasta Albuquerque- le comenté. Me abrazó con todas sus fuerzas.

Esa noche, los dos verdaderamente felices fuimos él y yo. Largo tiempo habíamos imaginado la última cena con el resto de la familia: nada dijimos y ellos jamás adivinaron que el viaje a Chihuahua era sólo la primer etapa, y un ardid.

Antes de dormir, meditando frente a la biblioteca, comprendí la paradoja de mi vida: medio siglo atrás, Libertad había significado desligarme de mis orígenes y forjar una historia propia; en mi senectud, Libertad, tenía el símbolo opuesto: deshacerme de los convencionalismos que durante diez lustros cebé con mi estilo de trabajo, y volver a mis orígenes.

Tal como lo hiciera en los años cincuenta, pero esta vez en sentido inverso, y haciéndonos compañía, recorrimos la unión americana: Oklahoma, St. Louis Missouri, Cincinnati, Pittsburg… hasta llegar al puerto de Nueva York, donde conseguimos, -no sin dificultades- pasaje en un buque hacia Europa, el Elba, un carguero de bandera somalí y capitán francés.

Tres semanas más tarde desembarcamos en la blanca Lisboa, de donde nos dirigimos al sur de España, hasta Sevilla, luego a Tarifa, donde embarcamos hacia Tánger.

El plan era de una simpleza infantil: yo cerraría el círculo de mi peregrinaje y mi nieto pisaría, después de haberla recorrido en sueños y cartas geográficas, la tierra de sus ancestros; andaríamos juntos, La ruta a la libertad, como bauticé la marcha que dos veces significó exilio…

Nada sucedió así. El destino, que tiene sus razones, dispuso de nosotros: a punto de arribar a Túnez, Ahmed enfermó y la travesía del mar Mediterráneo fue un terrible martirio. Diez días estuvimos retenidos en la Isla de Sicilia, a causa de una fiebre que le postró en cama y le hizo presa de penosos delirios

Aprovechando su mejoría, conseguimos cruzar a Patrás: sus mujeres casi le secuestran con sus adulaciones y belleza, por poco le hacen olvidar el viaje; en Atenas insistió en continuar la travesía por barco, a pesar de su debilidad física. Sabía lo cerca que se encontraba del final y rechazó volverse o cambiar de itinerario: acaso en ese momento intuyó por primera vez que el nuestro era un viaje sin retorno.

Llegamos a Izmir después de pasar dos días en Khíos. La emoción de pisar tierra turca le permitió sostenerse en pie, sin embargo, a unas horas de nuestro arribo, sufrió un nuevo ataque de fiebre. En la unidad de cuidados intensivos me advirtieron sobre la gravedad de su condición. Desde su cama, indefenso y demacrado, con la muerte rondando sus ojos, exhaló un leve murmullo:
-Abuelo l’eph-ünt, he venido para acompañarte. Elige un lugar para mí en Arpaci y cuando sea el tiempo, ven conmigo, para charlar de nuestra nueva travesía, de la libertad, de los dátiles…

Esas fueron sus últimas palabras…”

El viejo permaneció callado más de cinco minutos y yo no me atreví a romper el silencio o hacer pregunta alguna... poco a poco, él mismo fue volviendo de su ensimismamiento y continuó.

“ … de vuelta a mi tierra, descubro que retorno como cuando partí: solo y con la muerte en mis espaldas: únicamente mis canas y articulaciones son distintas.

Sobre todas las cosas, me aterroriza pensar que el sueño de una vejez de simplezas y paz –con la casa pequeña junto al lago, los amigos para disfrutar los atardeceres rosados y las lunas de invierno- estuvo al alcance de mi mano mucho antes de partir. ¿Acaso era necesario esperar toda una vida para alcanzarlo y morir por él…?”

Minutos después arribamos a Arpaci. Nos dirigimos al cementerio local y ahí le dejé, con el féretro de su nieto a los pies. Desde la colina se observaba un lago azul en el fondo. “Bello lugar para descansar, vivo o muerto”-Me dije.

Me despedí con la promesa de volver para visitarlo pronto. El sol comenzaba a caer y mi camino era aún largo, aunque comparado con lo que habría de vivir para encontrar mi destino, significaba sólo un paso más.

Lima, 2006

Thursday, August 03, 2006

Conciencia Ciega

Conciencia Ciega
Samuel Bedrich


Un hombre en sus sesenta, de cabello entrecano, cuidadosamente ataviado con un traje oscuro y zapatos de charol perfectamente lustrados, caminaba por la calle. Su aspecto era el de un hombre de negocios saliendo de casa.

El día estaba soleado en el pequeño mercado del municipio de Apizac. Todos los comerciantes iniciaban su jornada y extendían sus piezas en el suelo, sobre plásticos multicolores; el vendedor de frutas ordenaba sus mandarinas y duraznos en pequeños montones de cuatro piezas; la vieja vendedora de alpiste colocaba sus productos sobre una carpeta azul y se hacía acompañar de un canario que la observaba desde una pequeña jaula a la que la previamente había puesto hierbas y agua limpia.

Más allá, la vendedora de cacharros de peltre y fierro colado hacía ruidos casi rítmicos al disponer su mercadería por tamaños y colores. Todos los marchantes se conocían de años y se saludaban alegremente, esperando tener una buena venta de lunes en este nuevo lugar que les había designado la municipalidad.

El del traje se había detenido en la banqueta, esperando que alguien le ayudara a cruzar la calle. Después de unos instantes, apareció un jovencito de unos quince años, con toda la pinta de haberse escapado de la escuela y curioso de ver qué novedades podría encontrar en la plaza. Al ver al señor del traje oscuro y gafas negras estrujando su bastón, le ofreció auxiliarle articulando un sencillo pero claro: “-le ayudo, Don…”

El de los zapatos brillantes y ropa elegante asintió con la cabeza, mientras tomaba el brazo del chico; no parecía gustarle mucho pedir ayuda, pero en su condición, no le quedaba otra solución que colgarse del antebrazo que le brindaban.

Entre dientes maldijo el reciente acontecimiento en el que había perdido la visión, y dominado por cierta angustia, comenzó a enervarse, murmurando frases entrecortadas por palabras altisonantes “-put… mhmh… caraj… no esposiblequeyo…. mier…”

El jovencito, asustado por esa actitud, terminó de hacerle pasar la calle, se liberó de él y se fue a través de los tendidos, caminando con prisa, como presintiendo una tormenta.

No bien hubo terminado de poner el pie en la acera, el adinerado viejo comenzó a levantar la voz y maldecir, al tiempo que caminaba erráticamente.

Escuchando el bullicio de los puestos, se acercó, y presa de una envidia repentina comenzó a avanzar más rápido, golpeando con su bastón lo que (y a quien) se ponía a su paso y pateando, primero al perder sus pasos y luego con saña, los puestos instalados a nivel de piso.

Rodaba por allá una mandarina, salía disparada una olla que golpeaba con la banqueta, volaban los montoncitos de fruta; los mercaderes no sabían qué hacer, pues detener o golpear de regreso al invidente habría sido una falta de respeto. Sólo atinaron a decirle: “-¡Señor, señor, que nos está golpeando, estamos acá a su lado, tenga cuidado, está destruyendo nuestros puestos; avance con precaución…!” Y el hombre, a quien parecía que el diablo había envilecido, golpeaba a diestra y siniestra, sin tomar el mínimo cuidado en las advertencias que le espetaban.

A su paso, la jaula, con canario incluido, había resultado expulsada entre los baldes de acero inoxidable, con su resultante mezcolanza de trinos, agua y resonancias metálicas; el alpiste había quedado regado por el camino.

Con cierta sorna, respondía casi a gritos “-No veo nada, lo siento, no veo nada, no puedo ver, ¿quién está ahí, qué es eso...?” Y aunque el hombre era invidente, en su rostro se notaba la satisfacción que tenía al pegar con la fuerza de su bastón, agitándolo en el aire y trastabillando “-soy ciego, no veo… “

Terminó de cruzar la pequeña plaza, y con el rostro encendido y las sienes perlando sudor, continuó avanzando, con un paso más ligero, alejándose de los vendedores que, desconcertados, se miraban entre sí, como preguntándose qué clase de huracán había pasado y qué tipo de mosca habría picado a ese hombre tan elegante y de apariencia adinerada que les había pegado… y destruido sus pequeños establecimientos.

Don Carlos Errechegoyén se perdía con su bastón en el horizonte mientras murmuraba con burla: “-pobres tontos… ¡Lo siento, soy rico pero soy ciego y no veo, no veo nada!...” Lanzó una fuerte carcajada y siguió su camino, asumiendo de nuevo ese serio rostro de hombre de negocios.

No todos los cuentos son cuentos

Escuchado en una conversación de sobremesa…

- Oye, eso de la reencarnación es bárbaro. Resulta que el otro día me hicieron una regresión y supe que he sido dos veces ratón en Europa; tres, hormiga en América; una, serpiente en Asia y; una, abeja en la Patagonia. Interesante, ¿no?

-Uta, ni me lo digas. A mi también me hicieron algo así hace dos meses, ¡vaya fiasco! Me enteré que fui sequoia gigante de un parque en Estados Unidos durante 357 años, y de no haber sido por un tipo que en 1965 prendió una fogata y me quemó, aún estaría pegándome la aburrida de mi vida.

-...

Monday, July 24, 2006

Castillo de Papel

Castillo de Papel
Samuel Bedrich

La leyó por quinta vez en voz alta y luego la besó: la miró con admiración, como felicitándose por ser tan buen redactor.

La dobló con precaución, luego cerró el sobre con un rápido pase de la lengua sobre la banda de pegamento. La rotuló con sumo cuidado, siempre pensando en la tía Elisa: era el momento de tomar la palabra de la anciana: hacía años que le ofrecía apoyo para sus frustradas empresas… el orgullo era mal consejero: jamás había aceptado la ayuda.

Pero esta vez era la correcta: ahora o nunca. Este negocio sí era el bueno. Lo había esperado por años y de buenas a primeras aparecía en su mesa: oportunidad única. Las ganancias se triplicarían de forma instantánea y así podría reintegrar el préstamo de inmediato: el orgullo no sufriría.

Depositó el sobre en el buzón del correo y corrió a festejar su entrada al mundo de los millonarios al bar de Fortunato. Entró y, saludando ruidosamente, ofreció una y otra ronda. Nadie tuvo una explicación de porqué el hombre, siempre tan parco y silencioso, se comportaba tan dicharachero y agradable.

Entre los asistentes conoció a Álvaro, con quien charló hasta tarde y mismo que le aceptó gustosamente una docena de copas. Entrada la noche Álvaro se ofreció llevarle a casa, pero nuestro personaje optó por declinar y prefirió tomar el autobús nocturno: no eran tiempos de arriesgar la vida con un borracho recién conocido;

Álvaro salió del bar con el volante en la mano izquierda y la copa y la palanca de velocidades en la derecha: en las ciudades del norte, las noches de enero son frías y resbalosas. Nuestro conductor tuvo la feliz ocurrencia de agregarles el efecto whisky, logrando con ello imitar a un esquiador novel: un pestañeo y ya estaba en la banqueta, casualmente frente a la oficina de correos. Un rápido, pero mal medido volantazo, le hizo detenerse sobre el buzón, quien vomitó su contenido por el piso.

Nadie le había visto: echó marcha atrás. Como pudo, levantó lo que parecían ser dos buzones y en realidad era sólo uno. Lo acomodó, levantó algunos de los sobres cercanos y decidió no permanecer más en la escena de la peripecia: el frío no estaba para visitar la cárcel municipal.

El día siguiente, un extrañado empleado de la oficina postal constataría el asombroso avance nocturno del buzón, pero optaría por no decir nada: había demasiado trabajo como para entorpecer las labores de los policías que ya debían estar ocupados con asuntos más importantes, además no había mucho por hacer: el equipo de limpia ya había barrido con los papeles sembrados por la madrugada.

Álvaro comprendió que la ebriedad causa accidentes, pero nuestro soñador personaje jamás supo que una vez más, su orgullo le había hecho una jugarreta.

Sunday, July 16, 2006

José Jaimes

José Jaimes
Por: Andariego

I

El general Zapata se adelantó hacia nosotros. En el centro de la plaza habíamos concentrado a todos los hombres del Ixcateopan, incluyendo a los ricos hacendados.

Como en cada poblado al que llegábamos, habíamos entrado en estampida y disparando los fusiles al aire, haciendo griterío para asustar a todos los jijos de la chingada

- Ora sí cabrones, mi general Zapata se los va a pasar por las armas. Más vale que se tengan quietecitos si no quieren que rujan las mudas -como llamábamos a nuestros revólveres-

-Cumplidas sus órdenes mi general –Le dije. Ya están todos bien amarrados: los tenemos en el centro de la plaza y los hemos advertido que si no le ponen precio a su cabeza, se las volamos.

Sin decir nada, con el rostro cubierto por el amplio sombrero, bajó de su caballo y me encaró con ojos de trueno:

-Acá nomás vuelan las cabezas que yo ordeno, mi cabo. Usté se me puede ir mucho por la chingada, yo no necesito presentaciones.

Los años que llevaba acompañándole en sus correrías me habían enseñado a callar: mi general no era un tipo de munchas palabras. Lo dejé pasar y fui tras él.

Avanzó hacia los prisioneros que ante su simple visión se apartaron como pudieron, aunque no podían moverse gran cosa por sus ataduras. Intimidados como estaban podía más el terror que su curiosidad: ninguno se atrevía a mirarlo a los ojos.

De entre todos los presentes, sobresalía una figura alta, de cabello casi blanco. Su estatura superaba al menos de una cabeza al resto de los detenidos, y aunque no hubiese sido tan alto, su porte le habría distinguido de todos: la cabeza erguida, el torso amplio, la espalda recta y gallarda. Vestía una especie de casaca azul claro con botones dorados que le hacía ver como húsar de algún ejército europeo.

Desde que se percibieron, ninguno de los dos pudo evitar fijar la vista en el otro. Mi general se le fue acercando hasta que lo tuvo a medio paso. Sin quitarle la vista de encima se dirigió a su lugarteniente:

-¿Quién es este jijo de la rechingada que me mira tan feo, Romero? ¿Se siente muy bravo este güero?

- Es Don José Jaimes, mi general. –Le dijo Romero. Es dueño de la finca Jaimes. Acá dicen que tiene muncho dinero. Su gente habla bien de él, aunque, como todos estos hacendados, paga puras miserias y nuestro pueblo se nos muere. Parece que su mujer…

- Así que Don José Jaimes, güero –Interrumpió Zapata- … espero que tengas claro que estamos en una revolución y que la guerra paga a sus ejércitos. Mi gente necesita parque y comida. ¿Contamos con tu colaboración Don José Jaimes?

El viejo mantuvo su mirada plantada en la de mi general y comenzó a decir que los negocios no iban tan bien, que podría donar unos costales de maíz y unas cuantas cabezas de ganado para comer, pero que no contaba con plata, pues de eso no había nada en la hacienda. A decir suyo, todo se había perdido por la baja de negocios causada por la guerra, y los últimos negocios se hacían con trueque

- ¡Pinche Anciano! –Le respondió mi general- …Si teniendo tantas tierras y negocios estás jodido, ¿cómo estarán estos cabrones? -Dijo, señalando a la soldadesca que le rodeaba. – ¡Se mueren de hambre por hacer la revolución mientras tú te tragas su maíz! Si no tienes plata, entonces eres malo ‘pal negocio: tal vez no deberías seguir trabajando…

- ¡Amárrenlo con los que nos llevamos a Taxco caminando! Este güero no sólo es respondón, sino amarrado… a ver si una caminada por el bosque le afloja los bolsillos. Pinches extranjeros, sólo vinieron pa’ joder nuestra tierra y gente.

José Jaimes plantó los ojos en los de mi general y con una mirada fulminante le respondió:

- Mi general, seré lo que usted me diga, menos extranjero: este país es tan mío como suyo. Nuestras ideas nos enfrentan, pero no nuestro amor a la patria: nací en México (había pronunciado Meshic’o, como los antiguos mexicanos) y acá moriré, más temprano que tarde.

Zapata lo volteó a ver como quien mira a un niño malcriado: molesto por su reacción, pero divertido por su valentía. Luego de plantar fijamente sus ojos en la cara blanca del viejo, como no queriendo olvidar sus rasgos, se volteó. Con desdén, continuó observando a sus prisioneros y a tres o cuatro pasos de distancia, le lanzó:

-Pos no me busque Don José, que puede ser más antes que temprano. Hay gallos güeros y morenos, pero a todos me los chingo cuando se ponen rejegos: mande usté por monedas a su casa o vaya pidiendo un padrecito, que acá nomás tenemos una palabra.-

II

Eran los inicios de 1911 y en México, Emiliano Zapata, caudillo del centro del país, recorría los estados aledaños a su natal Morelos en busca de gente, armas y dinero para combatir a la armada federal. Siempre a salto de mata, cruzando sierras y desfiladeros, su tropa irrumpía en poblados y rancherías: no había quien pudiera escapar a esos hombres intrépidos y salvajes que acataban las órdenes sin chistar. Se decía que eran capaces de enfrentar a diez hombres cada uno.

Don José Jaimes era un próspero terrateniente que se vanagloriaba siempre de sus tierras: solía cabalgar con sus hijos, y cuando llegaba a una elevación en el tupido bosque, se detenía para señalar hacia el horizonte:

- Ese monte que ves ahí, Camerino, es tuyo. Lo podrás repartir entre tus bisnietos y hasta ellos serán ricos: ningún Jaimes andará descalzo, nunca…

De abuelo español, pero nacido en el Nuevo Mundo, Don José vivía en Ixcateopan desde hacía más de treinta años. Había elegido ese pueblo de la sierra por su tranquilidad y, al mismo tiempo, buena comunicación: Taxco, Iguala y Teloloapan estaban a pocas horas de caballo. La distancia perfecta para alejarse del mundo y llevar una vida en paz…

Pero la revolución había llegado. Las campanas alertaban, los relatos de los viajeros eran crudos: sangre, muerte, fratricidios. México entraba en la guerra civil.

La correspondencia con sus hijos, estudiantes y profesionales en la gran ciudad, se lo advertía: los zapatistas se acercan, los federales están haciendo levas, el caos rige: reina el terror, la angustia y la desesperanza; los bancos ya no son lugar seguro para el oro. El capital extranjero abandona el país; un día se levanta la insurgencia en el norte, la sofoca el ejército, y al siguiente se rebelan los estados del sur.

Se dice que poco antes de la llegada de Zapata, José Jaimes había tomado una sabia decisión: una noche sin luna, nubosa y cerrada, había, en compañía de su hijo Camerino, llenado un baúl de madera con sus posesiones más preciosas: monedas de oro y barras de plata. Lo habían sellado y arrastrado con dificultades hasta el jardín trasero y ahí, debajo de un enorme guayabo, lo enterraron en una fosa de más de dos metros de profundidad. Sólo José, Camerino y la noche, conocieron este secreto.

III

…el viejo había callado. Sabía que llegaba a los límites de la paciencia del revolucionario, y no era cuestión de probar lo lógico: un bandido no tenía nada que perder. No sería el primer hacendado sacrificado a la causa revolucionaria.

El problema era que el oro había quedado sepultado y no era cuestión de arriesgar todo el capital: igual valía estar muerto. A Don José Jaimes le quedaba sólo una carta: la del honor.

Jamás se había doblegado o hincado. Seguiría el ejemplo de su abuelo que en 1820, a punto de ser capturado por los insurgentes, fue conminado a entregar su espada, arrancar sus insignias del ejército realista y abrazar la causa independentista, como ya lo había hecho su superior Antonio López de Santa Anna: “Prefiero morir que traicionar mis ideales”. Los insurgentes no lo habían dejado tiempo de arrepentirse.

–Un Jaimes nunca se dobla- Se dijo Don José.

En el corral donde los tenían cautivos, sólo se escuchaban lamentos. Las autoridades del cabildo, la indiada, -como les llamaba José Jaimes cada que volvía de discutir con ellos por su incapacidad de hacer frente a los problemas de la comunidad- estaba intranquila: como bestias conscientes de su cercanía al matadero.

Cuchicheando se preguntaban si en verdad los harían caminar hasta Taxco: era una ofensa de la que jamás se repondrían. ¿Volverían a ser respetados por el pueblo una vez que regresaran de tal humillación?

En realidad, más les preocupaba su rescate: ¿Cómo convencerían al general Zapata de su pobreza? ¿En verdad estarían retenidos con el objeto de obtener de ellos dinero o era un escarmiento por colaborar con el gobierno federal?

Se preguntaban porqué Don José Jaimes no despachaba un mensaje a su finca y simplemente pedía unas monedas: seguro sería liberado de inmediato y lo dejarían en paz. Era un rico hacendado que imponía respeto...“hasta al General Zapata” –decían.

El presidente del cabildo no soportó más y se atrevió a acercarse a Don José para rogarle le prestase unas monedas para salvar su honor. José Jaimes le miró despectivamente: “Pinche arrastrado. Hasta en este momento eres capaz de sacrificar tu dignidad. ¿Acaso no tienes siquiera un poco de orgullo? Decidiste jugártela con los federales y ahora esperas comprar tu vida con unas monedas…”

Pero no, no había dicho nada, sólo lo había pensado: tal vez lo había dicho con los ojos y otro lo había escuchado con los ojos, el caso es que el hombre sólo agachó la mirada, bajó la cabeza, dio media vuelta y volvió con los suyos, donde se impuso un silencio que ninguno se atrevió a perturbar.

IV

Zapata era un hombre duro que cobraba con aspereza las afrentas que él mismo había padecido. Cada hazaña lo hacía más grande, y su presencia física lo complementaba todo: enorme bigote y rostro iracundo, mirada temible, amplio sombrero… su vestimenta, sus mujeres, todo en él contribuía a atizar la imagen de una leyenda. Había elegido su figura, o su figura lo había elegido a él, pero era imposible dejar de ser quien era: Zapata no tenía corazón y su causa era como él: despiadada, destructiva, vengativa y ciega… los sentimientos pertenecían a un mundo que no era el suyo.

Por eso cuando le dijeron que la esposa de Don José Jaimes lo buscaba y que no había querido hablar con nadie sino con él, se alegró, pues se dijo que después de ver a tanta indiada, al fin podría ver a una mujer de verdad, a una rica suplicando por su hombre: “no hay mejor cosa que vengar a nuestros indios y ver a un blanco rogarle a un hombre del pueblo” –Se dijo.

Pero mi general Zapata se quedó mudo. Yo estaba ahí, y por eso lo cuento, porque él ha muerto y yo estoy vivo; porque me quedan pocos años y si no lo digo, nadie sabrá que mi general de puso de pie ante una mujer, y que esa mujer no fue cualquiera.

A la habitación que había tomado mi general, (en la casa de uno de los ricos del pueblo -harto decorada con cuadros afrancesados que mandó arrancar al instante de su ocupación y poner en la chimenea), entró la mujer de José Jaimes.

Era pequeña y morena, de rasgos indios: cabello negro, ojos pequeños y oscuros, de un negro profundo e infinito. Su rostro mostraba las arrugas propias de su edad y de la vida del campo. Dos largas trenzas complementaban un elegante vestido de algodón, florido y finamente bordado. La mujer hablaba mal el español, pero se hacía acompañar por una joven traductora de porte altivo y mirada penetrante, igualmente bien vestida.

- Niltze, Tecuhtzintli Zapata, icniuhtli[1]. –Le dijo la señora de Don José.

Zapata, sin decir palabra, ordenó salir a todos sus ayudantes, menos a mí, pues sabía que no comprendería esa extraña lengua y tal vez necesitaría ayuda. El idioma desconocido, después lo supe, era el náhuatl, que mi general hablaba de niño en su casa. Pero la mujer hablaba y, pensando que mi general no lo conocía, se hizo traducir por la joven:

- Señor Zapata, he traído para ti un presente. No lo traje para pagarte por la vida de mi hombre, que vale mil veces esto, sino como señal de paz: los hombres y mujeres de Ixcateopan tenemos también sangre de guerreros y hemos combatido al usurpador muchos soles antes que tú y los tuyos…

Y diciendo esto, extendió su mano y ordenó a su joven intérprete:

- Temaca tetlauhtilli[2]

La acompañante sacó de una bolsa de lana tejida un envoltorio de piel, y lo extendió a mi general.

- ¡Tú, cabo! Recibe eso- me dijo. Zapata estaba clavado a su silla

Abrí la bolsa con cautela y entregué a mi general un brazalete dorado de un metal ligero labrado con inscripciones y dibujos de los antiguos mexicanos: figuras muy similares a las que se ven en las pirámides.

Algo vio en él mi general, que de inmediato se levantó y miró con humildad a la mujer. Leí en su mirada las ganas de hacerle mil preguntas, pero fue incapaz de articular una sola palabra. Así permanecieron, frente a frente durante un largo tiempo. Comprendió que esa mujer provenía de la vieja raza de bronce y era heredera de nuestros primeros emperadores.

- Nehuatl nimexica. Dijo mi general Zapata, en la lengua de su madre ¿Tlein Monequi? [3]

- Tlamatcayeliztli, Zapata, tlamatcayeliztli. Inech monequi tlapopolhuia[4]. -Dijo ella.

- Macado xitequipacho, José Jaimes maquixtia[5]. -Respondió mi general.

La mujer extendió la mano y Zapata la tomó entre las suyas. Ella dio media vuelta y, tan discretamente como entró, abandonó la habitación.

La intérprete metió de nuevo la mano en su morral y de él extrajo una especie de víbora tejida de vistosos colores, de unos diez centímetros de largo. La entregó a mi general, que al recibirla, hizo sonar el ruido inconfundible de las monedas de oro. La chica, un tercer obsequio, permaneció ahí, en espera de instrucciones de mi general.

Zapata siempre fue mujeriego, y en otras circunstancias habría tomado, sin chistar, a una mujer tan bella. Pero algo le había embrujado y enmudecido. Con una seña, me ordenó abrir la puerta y dejarla partir. Retomó su asiento y me indicó la salida. Al cerrar, vi como extraía el brazalete y se quedaba absorto en su contemplación.

V

La mañana siguiente partimos hacia Taxco con nuestros prisioneros amarrados por los puños. Los que no seguían el paso de los caballos y caían, eran abatidos después de ser arrastrados unos metros entre la tierra y el lodo. Mi general me había ordenado hacer un nudo poco apretado para José Jaimes, quien siempre caminó entre los primeros: altivo y aceptando su suerte. Llegó un momento en que lo vi prácticamente sostener sus cuerdas, cuyo nudo estaba prácticamente desecho.

Hicimos noche a dos leguas de Taxco. Fue cuando Don José Jaimes huyó. Se rumora que lo hizo a regañadientes: su mujer le había enviado a dos indios para rescatarlo, porque él nunca había incumplido su destino. El día siguiente se hicieron dos batidas para buscarlo: José Jaimes había desaparecido y mi general parecía liberado.

VI

Pero José Jaimes nunca volvió a la finca, ni se supo más de él: Se dice que se tiró a un acantilado para la deshonra de haber huido; Camerino, su hijo, falleció poco después en un nuevo ataque zapatista, esa vez sin su general.

El rastro del cofre desapareció, como desapareció la finca Jaimes: de la vieja hacienda sólo subsiste un casco viejo, a punto de derrumbarse, y la memoria de un trapiche que nunca volvió a funcionar; en el pueblo, quedan unos cuantos viejos que, como las hojas del árbol en invierno, son cada vez menos: se olvidan de los detalles, se llevan las anécdotas de la revolución y con ellas, los nombres de aquellos que nos dieron nombre.

Sólo prevalece Ixcateopan con sus calles de mármol y un viejo cuadro empolvado en el que se observan los rostros de una mujer de rasgos indios y de un hombre anciano y de cabello blanco…


Agosto, 2005.



[1] Hola Señor Zapata, hermano
[2] Entrega el regalo
[3] Yo soy mexicano… ¿qué quieres?
[4] Paz, Zapata, paz. Es necesario perdonar.
[5] No te preocupes, José Jaimes será liberado

Para bajar de peso

Instrucciones para bajar de peso

Antes que nada, cerciórese de tener una buena razón para hacerlo: uno no anda por la vida rechazando alimentos, grasosos o no, nutritivos o no.

Una vez cumplido el paso anterior, muéstrese en un espejo. Comience por esbozar una sonrisa fingida: apenas arqueando el rictus en forma suave, pero con firmeza.

Después, en el mismo espejo… aunque para el caso da igual que sea ese o no, comience a mirar de un lado a otro como si fuese a cruzar una calle excesivamente transitada: izquierda, derecha, izquierda.

Repita el proceso una buena decena de ocasiones con su imagen en la luna de cristal y luego parta a hacer la prueba de fuego: la vitrina de su pastelería favorita.

Si ha sido convincente con sus propios argumentos y cree necesitar en verdad esa dieta, entonces recuerde la sonrisa y luego el cabeceo. Para iniciar el tratamiento, ponga toda la fórmula en funcionamiento en los momentos de fuerte tentación: izquierda, derecha, izquierda, derecha…

Historia de Isla

Historia de Isla

Hubo un tipo que se hizo de unos cuantos miles de dólares. Como estaba harto de hacer dinero para tener dinero, decidió rentar un apartamento en Isla Mujeres, por tiempo indefinido. Y ahí se exilió: con sus ahorros se fue, a disfrutar lo que su trabajo le había dado.

Durante meses vivió como rey. Comía bien, vivía en una isla pacífica, hacía amigos, amigas, sobre todo. Disfrutaba del sol y la arena como si ahí hubiese nacido. Su pasatiempo favorito consistía en conocer europeas en la playa seminudista del norte de la isla e invitarlas a posar para él. Tuvo de todo: suecas, inglesas, españolas, francesas, alemanas y hasta una que otra mexicanita aventada; en las tardes de ocio se dedicaba a ordenar su álbum de fotografías, hasta caer en felices sueños.

Con el tiempo y la buena vida el presupuesto se fue recortando: en lugar de diez cervezas por día tuvieron que ser cinco y a falta de tres alimentos diarios, le fueron suficientes dos. Su hobby se mantenía intacto y su colección de fotografías crecía y crecía. Luego se tuvo que mudar a un apartamento más pequeño. Con el tiempo comenzó a deber la renta hasta el día que el casero le echó.

Ni el hecho de no tener casa le hizo dejar el afán fotográfico: seguía convenciendo a las turistas para posar por él y vivía por acá y por allá.

Así continuaba su vida, hasta que no tuvo dinero ni para pasar el día. Con todo el dolor de su corazón decidió deshacerse de su colección de fotos, una a una. Por todas las largas noches de un mes lunar se plantó frente a los bares turísticos para vender sus objetos de arte.

Y sobrevivió por unos quince días más. Poco después comenzó a circular por el pueblo un rumor: “lo que el hombre vende es en realidad pornografía y no sólo eso, sino que tiene una red de prostitución. Esas no son fotos: son catálogos”.

Un miércoles por la tarde llegaron los policías municipales con una orden de arresto: el hombre era un mal social. Por más que intentó explicar una y otra vez su vida... nadie le creyó. Lo encerraron en la cárcel local, en espera de instrucciones de la agencia federal de investigaciones.

Vino un cambio de autoridades por un caso enorme de corrupción en todas las esferas del gobierno quintanarroense, su situación quedo en el limbo durante dos años. Nadie recordaba quien era o qué hacía ahí.

Él no se quejó. Su celda tenía vista al mar y una vez por semana le dejaban bañarse en la playa; había acumulado tantas historias que ahora vivía de ellas. Estaba alimentado y mantenido, ¿no era eso lo que finalmente quería?

Al iniciar el tercer año llegó un nuevo delegado. Se dieron cuenta del error judicial y le dejaron libre, mas tuvieron que echarlo porque él mismo no quería salir. Hoy en día se dedica a recoger latas y compartir lo que resta de sus fotos con la gente que desea corroborar que la historia es verídica... si algún día andas por allá, no dejes de pedirle que te cuente su vida.

Los motivos de Ulises

Los motivos de Ulises

Simon Bertrand[*]

Hará unos 170 años, un hombre llamado Henry Beyle, halló en un lugar remoto de la China, una tumba antigua e impoluta. De ella, extrajo un baúl antiquísimo, de madera laqueada, recubierto con una extraña piel, endurecida por el paso de los años.

El cofre, perteneciente a la dinastía Chang y anterior en once siglos a nuestra era, pudo permanecer cien años más en el sótano del museo, de no haber sucedido una providencial desgracia: a la mala fortuna incumbió estropear su base y a la buena el que, al restaurarla, encontrara, ocultos en una pared lateral, diecisiete pliegos de seda revestidos con una laca incorruptible.

Tres décadas de mi vida he empleado en limpiarlos y descifrarlos, hasta que al fin, anciano y cerca de los últimos días, he penetrado un enigma que traerá luz al mundo: Ulises, el gran navegante, existió.

La probable comisión de errores al interpretar es humana, mas no la existencia del texto (los registros han sido almacenados en el segundo sótano, sector sinoeuropeo del museo). La veracidad de las piezas ha sido datada y es inequívoca. Lo que a continuación leerán es el fruto de mi investigación y su posterior traducción:

“ Quienes me conocen me llaman Ulises, rey de Itaca, hijo de Laertes. Combatiente de la guerra de Troya, fui castigado por triunfar. Los dioses del Olimpo me usaron para saciar su apetito punitivo: los escarmientos para volver a mi patria y a los míos fueron casi infinitos.

Sólo mi empecinamiento superó a la divinidad. Volví con la frente en alto, orgulloso de haber vencido, honrado por los débiles y temido por los poderosos…

Los Dioses ignoraban que me engrandecían al castigarme: alejándome de mi hogar, me dispensaron la oportunidad de forjarme un espacio entre ellos, de dominar sus caprichos.

Por años recorrí tierras de gigantes deformes, de mujeres valerosas, terribles ninfas, cautivadoras sirenas e hipnotizantes lotófagos; perdí a mis mejores hombres y sin pensarlo, construí un mito: demostré cómo esas perezosas invenciones, sólo eran imperfectas figuras emanadas de sus fastidios…

Y…¿de qué sirvió todo eso? Los éxitos abultan el espíritu y dan alas, pero pocos saben que el final de mi travesía representó el inicio de una penuria. ¡Deleznables humanos: festejasteis mi arribo, y a poco volvisteis a vuestros fatuos intereses! ¿Acaso participasteis verdaderamente de mi retorno…?

¡Si me arrepiento de haberme atado al mástil de mi navío para escaparme del secuestro de las sirenas! -seres perfectos, de cantos melódicos y cuerpos encantados- Ulises es un hombre, con corazón y curiosidad, no el ser de alma indómita y fortaleza suprahumana que otros dibujan.

Si me impuse en las pruebas, fue por orgullo y no nostalgia. ¿Qué me importaba volver a Itaca? Ya había visto suficiente; los dioses me podían haber enviado al mismísimo Hades.

Después de errar diez años, comprobé la pequeñez de mi mundo y la fragilidad de los mortales: condenados al sedentarismo desde el momento en advirtieron que una semilla echaba raíz y uno podía sentarse a esperar la cosecha; ese fue el verdadero castigo de los Dioses: concedernos la inmovilidad

Pocos conocen mi vida tras recuperar el trono. Quince lunas pasaron, la morada era más y más sofocante: relatar una y otra vez mis aventuras sólo atizaba mi avidez por ver nuevos horizontes. Los límites del reino me parecieron ofensivos, las charlas en los banquetes, rociadas de brebajes de los viñedos del norte probaron la ignorancia de los míos. Mi feudo era un grano en un mar de arena; moría en vida.

Deambulé noches y días, enloquecido por el fermento de las ánforas –la pócima del desánimo y la añoranza-. Me pregunté si culminaría mi pérfida existencia como el resto de los mortales, apesumbrado porque mi mausoleo no contaba con más columnas que el del noble Anfínomo.

En un arranque de lucidez, decidí dejarlo todo y partir tierra adentro. Andando sin mirar atrás, marché al levante. Conocí reinos distantes, habitados por seres de rostros insólitos, de piel áurea u oscura como el barro; recorrí naciones lejanas, donde se desconoce el griego y se habla el esperanto; pasé por colinas nevadas y desiertos ardientes, valles boscosos y planicies descampadas…

Anduve por lugares donde nuestros dioses no infunden temor ni permutan destinos; enfrenté a hombres de ojos mínimos –pero más valientes que un cíclope- que montan pequeños y veloces corceles; hallé animales tan grandes como una casa, de largas orejas y bocas capaces de engullir medio hombre; monté bestias capaces de sobrevivir diez noches heladas y sus días de ardiente sol sin probar gota de agua. Crucé montañas tan altas como el Olimpo, donde la nieve nunca funde y el cielo se une con la tierra…

Extravié el camino de vuelta a casa, deambulé por pueblos desconocidos, hasta no tener más hogar que el de mis recuerdos, y aún, vacilante de que fueran ciertos. He dejado una porción de mi alma en cada rincón: he trocado enseñanzas en uno y otro pueblo. Me llaman Ulises el Errante,

Llegué a esta tierra, Chung kwo, tras decenas de lunas, luego de una larga travesía por montañas escarpadas y valles cristalinos; la gran estrella ha aparecido diez o veinte veces en el mismo punto del firmamento...

He sido cobijado por el gran señor de Anyang, quien asombrado por mis relatos, me ha protegido en su corte, y hoy me honra con la comisión de capitanear un navío de tres mástiles y cincuenta remos para ir en busca del hogar del sol: el punto en el horizonte desde el que inicia su diaria travesía.

El gran emperador del Reino del Sol me ha pedido también referir la historia de mi largo peregrinar a Li Kung-ho, un monje de las montañas, quien la plasma sobre una tela hecha de la secreción de gusanos, en la que traza símbolos maravillosos con la ayuda de tinta y un fino pincel elaborado con el pelo de los caballos favoritos del monarca. Dictar ha sido un trabajo harto arduo, pues mi memoria flaquea.

Partiremos con la marea. El oráculo nos ha advertido que el hogar del sol es inalcanzable, pues está allende de la tierra que sostiene los mares. Nos ha dicho que el suelo se desfondará después de 10 días de navegación y seremos arrastrados por la corriente en una caída infinita por abismos oscuros. Yo, Ulises de Itaca, hombre de viajes bajo cielos distantes, descreo de sus palabras, como abominé a mis dioses: demostraré que al final del océano se encuentra el hogar de Gea, nuestra madre, el último reposo de los viajeros

Anyang, año del Buey, Reino del supremo Yang Shang Khu ”


[*] Conservateur du Musée de l’Homme, Palais du Trocadéro.