Monday, October 09, 2006

Truco ocupacional

Truco ocupacional
Samuel Bedrich


Esta noche entraré a hurtadillas en el hogar del abuelo y lo semi-destruiré…

- Una, dos…¡tres!

Uf, como pesa. Seis y no podemos con ella. Ciento diez kilos que, repartidos, se vuelven veinte para cada uno. Siento que mi hombro se desgarra con el borde de madera.

Al fin, avanzamos.

Todos mártires: cargamos el peso sin alma de la abuela, tía, hermana, madre. Como soldados, caminamos con la vista puesta en el hombro del que está enfrente; de vez en cuando, bajamos la mirada para ajustar el paso y esforzarnos en parecer uno solo: un ciempiés de doce pies que adelanta al mismo ritmo.

Izquierda, derecha, izquierda, derecha…

No, así no, pendejo: izquierda, derecha, no derecha izquierda; ay pariente, ahora comprendo porqué nunca nos entendimos: tu avanzas con la derecha y yo con la izquierda…

Qué complicado es jugar al miriápodo con otros cinco vertebrados bípedos. El de atrás me saca el zapato y sólo escucho un murmuro:

-Perdón, tío-

Y yo que tengo que avanzar sin romper filas. No puedo voltear e insultarlo: “¡Animal! Se nota que nunca hiciste tu servicio militar, el cabo Figueras te hubiera dado un golpe como los que nos propinaban…”

-No te apures- respondo.

Ya no aguanto el hombro…

-Paco, ¿quieres que te ayude?”

No, güey. Me gusta sufrir, así voy pagando mis culpas, mis visitas inconstantes, la discusión que tuvimos por ese maldito terreno de Oaxaca (que por cierto ya nadie utiliza), en la familiar, pacífica y amorosa noche de navidad, en que menté madres contra todos: (¿cómo no recordarlo, si me encanta vociferar?) “-$%/* envidiosos de mierda, si esta familia no es ejemplo de nada.-”…y la abuela que abría los ojos como quien ve al mismísimo demonio, pidiendo que me callara, que estaba borracho…

-Sí primo, gracias, un ratito.

Vuelvo a mi puesto. Zona minada: hemos pasado del pavimento al pasto vil. Anoche llovió y mis zapatos, agujereados y descosidos, hacen agua como barcaza vieja.

-Cuidado- me dice mi hermano

No, no me pienso fijar: haré el ridículo partiéndome la cara y tirando a la abuela... ni en estos momentos me dejas en paz.

- Sí, gracias, hermano…-

Ya no siento el hombro izquierdo, pero me anima el sentirme héroe, cargando al lábaro de la familia: vean, a mí me cedieron el honor.

Al fin, cincuenta cruces después, una fosa cavada y libre. Cada muerto ha tenido un cargador como yo, demasiados filósofos de panteón.

El abuelo impasible: no hace gesto, no emite un ruido. Su rostro, pálido e imperturbable está, pero su mente vaga por los mejores ¿o peores? momentos de su matrimonio… un viaje a oriente; el baile de la boda del primer hijo… No quiere perder el recuerdo de la esposa sonriente, diligente, de la mujer de su vida.

Flemático, como si llevara ojos de vidrio, como siguiendo los pasos de Borges. “Nunca he sollozado, siempre he sido fuerte, sólo es un golpe más. Un viejo sabe resignarse…” Pierde su mirada en el barniz caoba del féretro. No llora, no gime como las plañideras que no paran de recordarnos que expirar desgarra, que deberíamos de sentir.

No, no se esfuercen lloronas. Nosotros pertenecemos a una raza que no sufre: no tenemos sangre, funcionamos con atole diluido, pozol transparente, chicha ligera. Somos racionales: siempre supimos que iba a pasar… Reprimo un moco; no, no voy a llorar, soy de los fuertes, ¿o qué, no saben que los hombres no lloran?

Sorbo mis lágrimas y miro al cielo, como esperando que el sol evapore mi tristeza.

Miro cómo los hombres de gris bajan el ataúd hasta su posición final, tres metros bajo el suelo.

Adiós abuela, te voy a extrañar. Baja, baja, vuelve a la tierra; al fin y al cabo de ahí salimos todos…

-No, más ‘pa acá, ya se atoró con una piedra, súbela un poco- Los sepultureros murmuran e interrumpen mi reflexión.

Antes de cubrir el cofre con las lozas de concreto, el tío Juan, un viejo centenario que ha burlado a la muerte viviendo confinado en el pueblo de allá, lejos de esta urbe ruidosa y asesina- se hinca sobre la tierra húmeda, toma entre sus manos un terrón y lo pulveriza sobre la caja.

Los viejos ocultan la tristeza en sus arrugas; han llorado tanto que se han quedado sin lágrimas.

- Adiós, hijita, pronto nos veremos-

Promesas, este anciano nos va a enterrar a todos, es un árbol milenario.

Sepultureros. Deben de ser de nuestra familia, de los que no sienten nada: no penan. Hombres sin corazón, enterradores de la muerte, enemigos del sentimiento, devoradores de emociones, lazos de realidad.

Terminan sus deberes, todos nos abrazamos: en misa, es la paz; aquí es el abrazo del feliz descanso.

Inmóvil e indiferente, el abuelo agradece la presencia, serio, tranquilo, frío, calmado, resignado, ecuánime; aquí no pasó nada.

El viudo nos invita, como en los viejos tiempos, a compartir la comida. ¿Cuál, me pregunto, si ella era la que todo preparaba y tú sólo te sentabas a la mesa? No asisto. Argumento un compromiso, no quiero encontrarme con todos, estoy harto de ver humanos vestidos de cuervo.

Sólo han pasado tres horas después del almuerzo y ya estoy arrepentido. No puedo ser tan insensible, tengo que ir a compartir. Tomo el primer autobús de vuelta y voy a casa del abuelo buscando reivindicarme con todos: entro. Silencio sepulcral.

Solo, el abuelo asoma con un flotador de caja de WC en la mano.

El realismo mágico existe. Una prueba más, contundente.

Esperaba verte deshecho, abuelo. ¿Cómo es que no estás llorando tu desgracia en la cama o con su foto en una mano y la botella de mezcal en la otra, como en las películas de tu época?

-¿Cómo estás, abuelo?
- Bien, hijo, arreglando este pinche baño que no funciona

No tengo palabras para responder, sólo me dirijo como autómata tras él, al sanitario.

Forcejeamos media hora contra la presión de la tubería, hasta que logro dar al traste con lo que quedaba de la vieja instalación años cuarenta. Me siento estúpido: en lugar de pensar en la abuela, estoy pensando en una maldita fuga de agua… aunque, tal vez estoy equivocado: el agua ofrece vida, y ella, ya se ha muerto.

Al final, logro taponear, con una bolsa de plástico, la salida del chorro líquido y detener el sangrado hidráulico. Espero que resista hasta el mes que entra, cuando venga el plomero.

Gran Error. Tapé la fuga de líquido de vida, pero rompí el precario sello de tranquilidad en el grifo del corazón del abuelo: al quitarle la ocupación, entró en la realidad.

-¿Y ahora qué chingados voy a hacer, hijo? Esto va a estar muy cabrón. Hasta hace un rato, todos me hacían compañía. Ahora que se han ido, comienzo a ver mi soledad: ochenta años, sesenta viviendo con tu abuela. Trabajé, hice dinero y viví los últimos veinte pegado a ella, sólo por ella y para ella.

Me quedo solo, peor que en mi niñez. Cuando pequeño, al menos tuve a la tía que me crió y me ayudó a sobrevivir sin padres, sin ella, tú no me conoces.

Claro, y si yo no te conozco, no me conozco y no conozco a nadie...

Solo. La tía está ahora con tu abuela, en la misma tumba, y yo aquí, en una casa que no me sabe a hogar, sin más rutina que despertarme para comprobar que el sol salió y que mi esposa se fue. ¿Para qué vivir?

Me despedí del viejo, sin saber qué decirle.

En el camino a casa se me ocurrió algo: esta noche entré a hurtadillas a su hogar y descompuse los contactos eléctricos, desbaraté las cajas de baño que encontré a mi paso, desorganicé la biblioteca, causé un avería en su auto, hice desperfectos a la tarja de la cocina, estropee un sillón y ensucié las alfombras para mantenerlo ocupado.

La mañana siguiente, poco antes de las siete, recibí una llamada: el abuelo había muerto electrocutado tratando de arreglar la cafetera que había amanecido haciendo hielos.

Me vestí de negro de nuevo.

- Una, dos…¡tres! Uff… cómo pesa…

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