Sunday, July 16, 2006

José Jaimes

José Jaimes
Por: Andariego

I

El general Zapata se adelantó hacia nosotros. En el centro de la plaza habíamos concentrado a todos los hombres del Ixcateopan, incluyendo a los ricos hacendados.

Como en cada poblado al que llegábamos, habíamos entrado en estampida y disparando los fusiles al aire, haciendo griterío para asustar a todos los jijos de la chingada

- Ora sí cabrones, mi general Zapata se los va a pasar por las armas. Más vale que se tengan quietecitos si no quieren que rujan las mudas -como llamábamos a nuestros revólveres-

-Cumplidas sus órdenes mi general –Le dije. Ya están todos bien amarrados: los tenemos en el centro de la plaza y los hemos advertido que si no le ponen precio a su cabeza, se las volamos.

Sin decir nada, con el rostro cubierto por el amplio sombrero, bajó de su caballo y me encaró con ojos de trueno:

-Acá nomás vuelan las cabezas que yo ordeno, mi cabo. Usté se me puede ir mucho por la chingada, yo no necesito presentaciones.

Los años que llevaba acompañándole en sus correrías me habían enseñado a callar: mi general no era un tipo de munchas palabras. Lo dejé pasar y fui tras él.

Avanzó hacia los prisioneros que ante su simple visión se apartaron como pudieron, aunque no podían moverse gran cosa por sus ataduras. Intimidados como estaban podía más el terror que su curiosidad: ninguno se atrevía a mirarlo a los ojos.

De entre todos los presentes, sobresalía una figura alta, de cabello casi blanco. Su estatura superaba al menos de una cabeza al resto de los detenidos, y aunque no hubiese sido tan alto, su porte le habría distinguido de todos: la cabeza erguida, el torso amplio, la espalda recta y gallarda. Vestía una especie de casaca azul claro con botones dorados que le hacía ver como húsar de algún ejército europeo.

Desde que se percibieron, ninguno de los dos pudo evitar fijar la vista en el otro. Mi general se le fue acercando hasta que lo tuvo a medio paso. Sin quitarle la vista de encima se dirigió a su lugarteniente:

-¿Quién es este jijo de la rechingada que me mira tan feo, Romero? ¿Se siente muy bravo este güero?

- Es Don José Jaimes, mi general. –Le dijo Romero. Es dueño de la finca Jaimes. Acá dicen que tiene muncho dinero. Su gente habla bien de él, aunque, como todos estos hacendados, paga puras miserias y nuestro pueblo se nos muere. Parece que su mujer…

- Así que Don José Jaimes, güero –Interrumpió Zapata- … espero que tengas claro que estamos en una revolución y que la guerra paga a sus ejércitos. Mi gente necesita parque y comida. ¿Contamos con tu colaboración Don José Jaimes?

El viejo mantuvo su mirada plantada en la de mi general y comenzó a decir que los negocios no iban tan bien, que podría donar unos costales de maíz y unas cuantas cabezas de ganado para comer, pero que no contaba con plata, pues de eso no había nada en la hacienda. A decir suyo, todo se había perdido por la baja de negocios causada por la guerra, y los últimos negocios se hacían con trueque

- ¡Pinche Anciano! –Le respondió mi general- …Si teniendo tantas tierras y negocios estás jodido, ¿cómo estarán estos cabrones? -Dijo, señalando a la soldadesca que le rodeaba. – ¡Se mueren de hambre por hacer la revolución mientras tú te tragas su maíz! Si no tienes plata, entonces eres malo ‘pal negocio: tal vez no deberías seguir trabajando…

- ¡Amárrenlo con los que nos llevamos a Taxco caminando! Este güero no sólo es respondón, sino amarrado… a ver si una caminada por el bosque le afloja los bolsillos. Pinches extranjeros, sólo vinieron pa’ joder nuestra tierra y gente.

José Jaimes plantó los ojos en los de mi general y con una mirada fulminante le respondió:

- Mi general, seré lo que usted me diga, menos extranjero: este país es tan mío como suyo. Nuestras ideas nos enfrentan, pero no nuestro amor a la patria: nací en México (había pronunciado Meshic’o, como los antiguos mexicanos) y acá moriré, más temprano que tarde.

Zapata lo volteó a ver como quien mira a un niño malcriado: molesto por su reacción, pero divertido por su valentía. Luego de plantar fijamente sus ojos en la cara blanca del viejo, como no queriendo olvidar sus rasgos, se volteó. Con desdén, continuó observando a sus prisioneros y a tres o cuatro pasos de distancia, le lanzó:

-Pos no me busque Don José, que puede ser más antes que temprano. Hay gallos güeros y morenos, pero a todos me los chingo cuando se ponen rejegos: mande usté por monedas a su casa o vaya pidiendo un padrecito, que acá nomás tenemos una palabra.-

II

Eran los inicios de 1911 y en México, Emiliano Zapata, caudillo del centro del país, recorría los estados aledaños a su natal Morelos en busca de gente, armas y dinero para combatir a la armada federal. Siempre a salto de mata, cruzando sierras y desfiladeros, su tropa irrumpía en poblados y rancherías: no había quien pudiera escapar a esos hombres intrépidos y salvajes que acataban las órdenes sin chistar. Se decía que eran capaces de enfrentar a diez hombres cada uno.

Don José Jaimes era un próspero terrateniente que se vanagloriaba siempre de sus tierras: solía cabalgar con sus hijos, y cuando llegaba a una elevación en el tupido bosque, se detenía para señalar hacia el horizonte:

- Ese monte que ves ahí, Camerino, es tuyo. Lo podrás repartir entre tus bisnietos y hasta ellos serán ricos: ningún Jaimes andará descalzo, nunca…

De abuelo español, pero nacido en el Nuevo Mundo, Don José vivía en Ixcateopan desde hacía más de treinta años. Había elegido ese pueblo de la sierra por su tranquilidad y, al mismo tiempo, buena comunicación: Taxco, Iguala y Teloloapan estaban a pocas horas de caballo. La distancia perfecta para alejarse del mundo y llevar una vida en paz…

Pero la revolución había llegado. Las campanas alertaban, los relatos de los viajeros eran crudos: sangre, muerte, fratricidios. México entraba en la guerra civil.

La correspondencia con sus hijos, estudiantes y profesionales en la gran ciudad, se lo advertía: los zapatistas se acercan, los federales están haciendo levas, el caos rige: reina el terror, la angustia y la desesperanza; los bancos ya no son lugar seguro para el oro. El capital extranjero abandona el país; un día se levanta la insurgencia en el norte, la sofoca el ejército, y al siguiente se rebelan los estados del sur.

Se dice que poco antes de la llegada de Zapata, José Jaimes había tomado una sabia decisión: una noche sin luna, nubosa y cerrada, había, en compañía de su hijo Camerino, llenado un baúl de madera con sus posesiones más preciosas: monedas de oro y barras de plata. Lo habían sellado y arrastrado con dificultades hasta el jardín trasero y ahí, debajo de un enorme guayabo, lo enterraron en una fosa de más de dos metros de profundidad. Sólo José, Camerino y la noche, conocieron este secreto.

III

…el viejo había callado. Sabía que llegaba a los límites de la paciencia del revolucionario, y no era cuestión de probar lo lógico: un bandido no tenía nada que perder. No sería el primer hacendado sacrificado a la causa revolucionaria.

El problema era que el oro había quedado sepultado y no era cuestión de arriesgar todo el capital: igual valía estar muerto. A Don José Jaimes le quedaba sólo una carta: la del honor.

Jamás se había doblegado o hincado. Seguiría el ejemplo de su abuelo que en 1820, a punto de ser capturado por los insurgentes, fue conminado a entregar su espada, arrancar sus insignias del ejército realista y abrazar la causa independentista, como ya lo había hecho su superior Antonio López de Santa Anna: “Prefiero morir que traicionar mis ideales”. Los insurgentes no lo habían dejado tiempo de arrepentirse.

–Un Jaimes nunca se dobla- Se dijo Don José.

En el corral donde los tenían cautivos, sólo se escuchaban lamentos. Las autoridades del cabildo, la indiada, -como les llamaba José Jaimes cada que volvía de discutir con ellos por su incapacidad de hacer frente a los problemas de la comunidad- estaba intranquila: como bestias conscientes de su cercanía al matadero.

Cuchicheando se preguntaban si en verdad los harían caminar hasta Taxco: era una ofensa de la que jamás se repondrían. ¿Volverían a ser respetados por el pueblo una vez que regresaran de tal humillación?

En realidad, más les preocupaba su rescate: ¿Cómo convencerían al general Zapata de su pobreza? ¿En verdad estarían retenidos con el objeto de obtener de ellos dinero o era un escarmiento por colaborar con el gobierno federal?

Se preguntaban porqué Don José Jaimes no despachaba un mensaje a su finca y simplemente pedía unas monedas: seguro sería liberado de inmediato y lo dejarían en paz. Era un rico hacendado que imponía respeto...“hasta al General Zapata” –decían.

El presidente del cabildo no soportó más y se atrevió a acercarse a Don José para rogarle le prestase unas monedas para salvar su honor. José Jaimes le miró despectivamente: “Pinche arrastrado. Hasta en este momento eres capaz de sacrificar tu dignidad. ¿Acaso no tienes siquiera un poco de orgullo? Decidiste jugártela con los federales y ahora esperas comprar tu vida con unas monedas…”

Pero no, no había dicho nada, sólo lo había pensado: tal vez lo había dicho con los ojos y otro lo había escuchado con los ojos, el caso es que el hombre sólo agachó la mirada, bajó la cabeza, dio media vuelta y volvió con los suyos, donde se impuso un silencio que ninguno se atrevió a perturbar.

IV

Zapata era un hombre duro que cobraba con aspereza las afrentas que él mismo había padecido. Cada hazaña lo hacía más grande, y su presencia física lo complementaba todo: enorme bigote y rostro iracundo, mirada temible, amplio sombrero… su vestimenta, sus mujeres, todo en él contribuía a atizar la imagen de una leyenda. Había elegido su figura, o su figura lo había elegido a él, pero era imposible dejar de ser quien era: Zapata no tenía corazón y su causa era como él: despiadada, destructiva, vengativa y ciega… los sentimientos pertenecían a un mundo que no era el suyo.

Por eso cuando le dijeron que la esposa de Don José Jaimes lo buscaba y que no había querido hablar con nadie sino con él, se alegró, pues se dijo que después de ver a tanta indiada, al fin podría ver a una mujer de verdad, a una rica suplicando por su hombre: “no hay mejor cosa que vengar a nuestros indios y ver a un blanco rogarle a un hombre del pueblo” –Se dijo.

Pero mi general Zapata se quedó mudo. Yo estaba ahí, y por eso lo cuento, porque él ha muerto y yo estoy vivo; porque me quedan pocos años y si no lo digo, nadie sabrá que mi general de puso de pie ante una mujer, y que esa mujer no fue cualquiera.

A la habitación que había tomado mi general, (en la casa de uno de los ricos del pueblo -harto decorada con cuadros afrancesados que mandó arrancar al instante de su ocupación y poner en la chimenea), entró la mujer de José Jaimes.

Era pequeña y morena, de rasgos indios: cabello negro, ojos pequeños y oscuros, de un negro profundo e infinito. Su rostro mostraba las arrugas propias de su edad y de la vida del campo. Dos largas trenzas complementaban un elegante vestido de algodón, florido y finamente bordado. La mujer hablaba mal el español, pero se hacía acompañar por una joven traductora de porte altivo y mirada penetrante, igualmente bien vestida.

- Niltze, Tecuhtzintli Zapata, icniuhtli[1]. –Le dijo la señora de Don José.

Zapata, sin decir palabra, ordenó salir a todos sus ayudantes, menos a mí, pues sabía que no comprendería esa extraña lengua y tal vez necesitaría ayuda. El idioma desconocido, después lo supe, era el náhuatl, que mi general hablaba de niño en su casa. Pero la mujer hablaba y, pensando que mi general no lo conocía, se hizo traducir por la joven:

- Señor Zapata, he traído para ti un presente. No lo traje para pagarte por la vida de mi hombre, que vale mil veces esto, sino como señal de paz: los hombres y mujeres de Ixcateopan tenemos también sangre de guerreros y hemos combatido al usurpador muchos soles antes que tú y los tuyos…

Y diciendo esto, extendió su mano y ordenó a su joven intérprete:

- Temaca tetlauhtilli[2]

La acompañante sacó de una bolsa de lana tejida un envoltorio de piel, y lo extendió a mi general.

- ¡Tú, cabo! Recibe eso- me dijo. Zapata estaba clavado a su silla

Abrí la bolsa con cautela y entregué a mi general un brazalete dorado de un metal ligero labrado con inscripciones y dibujos de los antiguos mexicanos: figuras muy similares a las que se ven en las pirámides.

Algo vio en él mi general, que de inmediato se levantó y miró con humildad a la mujer. Leí en su mirada las ganas de hacerle mil preguntas, pero fue incapaz de articular una sola palabra. Así permanecieron, frente a frente durante un largo tiempo. Comprendió que esa mujer provenía de la vieja raza de bronce y era heredera de nuestros primeros emperadores.

- Nehuatl nimexica. Dijo mi general Zapata, en la lengua de su madre ¿Tlein Monequi? [3]

- Tlamatcayeliztli, Zapata, tlamatcayeliztli. Inech monequi tlapopolhuia[4]. -Dijo ella.

- Macado xitequipacho, José Jaimes maquixtia[5]. -Respondió mi general.

La mujer extendió la mano y Zapata la tomó entre las suyas. Ella dio media vuelta y, tan discretamente como entró, abandonó la habitación.

La intérprete metió de nuevo la mano en su morral y de él extrajo una especie de víbora tejida de vistosos colores, de unos diez centímetros de largo. La entregó a mi general, que al recibirla, hizo sonar el ruido inconfundible de las monedas de oro. La chica, un tercer obsequio, permaneció ahí, en espera de instrucciones de mi general.

Zapata siempre fue mujeriego, y en otras circunstancias habría tomado, sin chistar, a una mujer tan bella. Pero algo le había embrujado y enmudecido. Con una seña, me ordenó abrir la puerta y dejarla partir. Retomó su asiento y me indicó la salida. Al cerrar, vi como extraía el brazalete y se quedaba absorto en su contemplación.

V

La mañana siguiente partimos hacia Taxco con nuestros prisioneros amarrados por los puños. Los que no seguían el paso de los caballos y caían, eran abatidos después de ser arrastrados unos metros entre la tierra y el lodo. Mi general me había ordenado hacer un nudo poco apretado para José Jaimes, quien siempre caminó entre los primeros: altivo y aceptando su suerte. Llegó un momento en que lo vi prácticamente sostener sus cuerdas, cuyo nudo estaba prácticamente desecho.

Hicimos noche a dos leguas de Taxco. Fue cuando Don José Jaimes huyó. Se rumora que lo hizo a regañadientes: su mujer le había enviado a dos indios para rescatarlo, porque él nunca había incumplido su destino. El día siguiente se hicieron dos batidas para buscarlo: José Jaimes había desaparecido y mi general parecía liberado.

VI

Pero José Jaimes nunca volvió a la finca, ni se supo más de él: Se dice que se tiró a un acantilado para la deshonra de haber huido; Camerino, su hijo, falleció poco después en un nuevo ataque zapatista, esa vez sin su general.

El rastro del cofre desapareció, como desapareció la finca Jaimes: de la vieja hacienda sólo subsiste un casco viejo, a punto de derrumbarse, y la memoria de un trapiche que nunca volvió a funcionar; en el pueblo, quedan unos cuantos viejos que, como las hojas del árbol en invierno, son cada vez menos: se olvidan de los detalles, se llevan las anécdotas de la revolución y con ellas, los nombres de aquellos que nos dieron nombre.

Sólo prevalece Ixcateopan con sus calles de mármol y un viejo cuadro empolvado en el que se observan los rostros de una mujer de rasgos indios y de un hombre anciano y de cabello blanco…


Agosto, 2005.



[1] Hola Señor Zapata, hermano
[2] Entrega el regalo
[3] Yo soy mexicano… ¿qué quieres?
[4] Paz, Zapata, paz. Es necesario perdonar.
[5] No te preocupes, José Jaimes será liberado

6 comments:

nina2711 said...

Buena noche, acabo de terminar de leer el cuento, soy la bisnieta de José Jaimes y Hermenegilda Barrera, gracias por escribirlo

Samuel Morales said...

Hola ! Entonces somos parientes! Yo soy nieto de Celia Sales Jaimes, sería chévere mantener un poco de contacto e intercambiar información! Saludos!

Andreina Garcia said...

ja,ja,ja que cosa acabar siendo parientes!!, claro que si, lo que estoy haciendo ahora es el àrbol genealògico de la familia, cuando lo tenga mas armado me comunico para poder integrarlo, saludos =)
Andreina

Andreina Garcia said...

me puedes dar una direcciòn de email para poder escribirte ahì, gracias y saludos

Samuel Morales said...

Hola Andreina, perdón por la lenta respuesta... mi correo es samorales (arroba) hotmail (punto) com Saludos!!

Anonymous said...

¿Este cuento es basado en la realidad? Es buenísimo, especialmente para quienes hemos disfrutado de la quietud de Ixcateopan, donde el tiempo no pasa y donde todos somos parientes. Tan sólo nos queda ver las ruinas de ese casco de hacienda para imaginar portentos de otros tiempos.

Si José Jaimes fue abuelo de Celia y Adalmiro y tú y yo somos nietos respectivamente de la primera y del segundo, entonces somos tataranietos de José Jaimes. Curiosamente nunca le he preguntado a mi abuelo sobre este particular.

Abrazos y felicidades

Memo